Cuatro de cuatro

El hombre viejo que vive en nosotros se alimenta de los frutos visibles de nuestros esfuerzos, sin caer en la cuenta de que son ilusorios, o, lo que es peor, que son los frutos de la actuación de Dios en nosotros, de los cuales nos apropiamos.
La expectativa de que nuestros problemas se resol­verán sólo en el momento de la muerte nos quita toda satisfacción oculta procedente de la conciencia de la lu­cha contra la propia debilidad, así como todo el pla­cer que obtenemos de esta ilusión.
La parte invisible del iceberg
La medida de nuestro orgullo espiritual corresponde a esa parte de nuestra miseria que no hemos reconocido ante Dios y que, por lo tanto, no ha sido envuelta por nuestra fe en su perdón lleno de amor.
Imaginemos esa parte de nuestra propia miseria, que vemos y que reconocemos, como la cima de un iceberg que emerge sobre la superficie del agua. El resto de este inmenso bloque de hielo se encuentra bajo el agua, ocul­to a nuestros ojos. De modo semejante, somos incapa­ces de sacar a la luz nuestra miseria, si Dios no lo hace por nosotros.
Esto no significa que podamos dejar de practicar la renuncia activa. Dios quiere que tratemos de humillarnos con pensamientos que desenmascaren lo que con tan­ta habilidad ocultamos en el corazón: nuestra hipocre­sía, nuestra inclinación a la mentira y nuestra falsedad. También quiere que le atribuyamos a Él, y no a noso­tros, lo que hace a través de nosotros, y que luchemos contra la satisfacción oculta y la vanidad que nacen en nuestro interior. Vale la pena pensar que uno es un fari­seo oculto, que sólo reconoce su miseria externamente pero que en su interior está hinchado de orgullo. A causa de este fariseísmo oculto merece la pena llamarnos or­gullosos, tal vez incluso peores que el demonio, como dice san Juan de la Cruz38.
Sin embargo, la eficacia de estos esfuerzos es muy pe­queña. ¿Eres capaz, por ti mismo, de sacar a la superficie del agua un enorme iceberg? Nuestra única esperanza está en Dios. Si con humildad y perseverancia te pones ante
Él, reconociendo tus distintas formas de hipocresía, tra­tando de pensar bien de los demás y de no ver en ti bien alguno, puede suceder por fin un milagro. En el mo­mento de tu muerte Jesús se inclinará sobre tu miseria y entonces el árbol seco de tu alma se cubrirá de hojas; en un instante verás en él hermosos frutos, nacidos no ya de tu actuación, sino de la Misericordia Divina.
El fariseo disfrazado de publicano
Los apoyos espirituales ilusorios constituyen un serio peligro, precisamente por lo sutiles y difíciles de perci­bir que son. Incluso la imitación recomendable de se­guir el ejemplo de los grandes santos puede estar uni­da a una oculta concentración en uno mismo y a la búsqueda del progreso espiritual. En este caso, en lu­gar de permitir que el Espíritu Santo mismo nos con­duzca y se ocupe de nuestro desarrollo, tratamos de perseguir un espejismo.
Jesús pidió a santa Faustina Kowalska39 que le entre-
gara su miseria40. Es muy importante que comprenda­mos bien el significado de esta indicación. Recordemos que esto sucedió cuando estaba en una etapa muy avan­zada de su vida interior. Tal vez era el momento en el que Jesús esperaba de ella algo que, en cierto sentido, Él mismo tenía intención de realizar en su vida. Sólo necesitaba un estímulo para suplicarle a Jesús que se inclinara hacia ella y para que Él mismo entregara su miseria al Padre Celestial.
La situación de quien está todavía lejos de la santidad de sor Faustina es diferente. Cuando trata de entregar a Dios su miseria, comprueba con sorpresa que esa miseria no desaparece sino que, de alguna manera, regresa de nuevo a él. Es como echar al cepillo del templo dinero que se te ha pegado a la mano; haces la ofrenda pero al instante, casi automáticamente, la vuelves a «recuperar».
La entrega de nuestra miseria a Dios puede ser sólo una ilusión que se desvanece en las situaciones concre­tas de la vida, cuando esta miseria se manifiesta de nue­vo. Entonces vemos que no la hemos entregado, que seguimos estando igual de enfermos que antes. Vemos que nuestra miseria está tan unida a nosotros como aquel billete lo estaba a la mano; peor aún, está enrai­zada en nosotros.
Cuando un día, Jesús mismo, se una a nosotros, po­drá entregar al Padre celestial la miseria que llevamos dentro. Pero hoy, al encontrarnos con Él, únicamente podemos comportarnos como cuando vamos al médico: describir nuestros males y hablar de la enfermedad que nos consume. De hecho no se puede entregar la enfer­medad al médico, sólo se pueden describir sus síntomas y pedir indicaciones para curarse.
Algo semejante sucede en nuestra relación con el Médico divino: le llevamos las pruebas que demuestran nuestra miseria, nos acusamos ante Él y suplicamos su gracia. Pero cuando reflexionamos sobre nuestra mise­ria tampoco debemos olvidar que necesitamos un cier­to equilibrio. Si alguien, imitando a los santos quisiera hu­millarse ante Dios con tanto ardor como santa Faustina o san Vicente de Paúl, podría sucumbir fácilmente a la peligrosa ilusión de que ya es como ellos.
Este fervor, en personas que todavía están lejos de la santidad, es posible únicamente porque junto a la visión de su propia miseria, Dios les concede gracias de atrac­ción: el don de creer que somos amados como pecado­res y la gracia de sentir gratitud por ese amor. Pero si nos apropiamos de estas gracias, se despierta en nosotros el orgullo espiritual profundamente oculto. Nos parece en­tonces que hemos progresado en la vida interior, que ya somos capaces de humillarnos al meditar sobre nuestra miseria, sin perder por eso la serenidad de espíritu.
Esta es una ilusión muy peligrosa. Si Dios quita las gra­cias de atracción y nosotros tratamos de meditar con la misma intensidad sobre nuestra miseria, podemos llegar a un agotamiento psicológico extremo y caer en la depre­sión, al no encontrar consuelo en nada ni en nadie.
Tenemos una tendencia enorme a fabricar ilusiones;
en cuanto una desaparece, nace inmediatamente la si­guiente, e incluso varias. Por eso, poniéndonos ante Dios en la verdad, es mejor confesar de una vez que por no­sotros mismos nunca seremos capaces de reconocer nuestra miseria, sin perder al mismo tiempo la confian­za en que somos amados y conservando nuestra grati­tud a Dios por su amor.Para que el grano vaya muriendo
Durante el proceso de las purificaciones, el alma aban­dona los apoyos en el amor propio desordenado y muere gradualmente para sí misma y para todo lo que no es Dios. Comienza así la unión transformante con su Señor y Redentor, que poco a poco se convierte para ella en el único apoyo.
La purificación posee un aspecto activo y otro pasi­vo41, los cuales deben existir paralelamente. A través de la renuncia activa, el alma trata de caminar al mismo paso que la actuación que Dios realiza en ella. Dios se va haciendo cargo de la dirección de su vida interior, le quita al alma la iniciativa y la envuelve cada vez más profundamente con el fuego transformante de su amor.Las migajas espirituales
Uno de los terrenos importantes de las purificaciones que el Señor realiza es el de nuestra oración. Si la ora­ción nos da satisfacción interior y la impresión de que oramos bien, se convierte fácilmente para nosotros en un apoyo humano. Si alguien se siente como el publicano pobre de espíritu, que sólo cuenta con el Salvador, en el fondo del alma puede considerarse poseedor de la «patente secreta» para atraer la Misericordia de Dios y apoyarse en esa riqueza. Sólo cuando Dios comienza a purificarnos del orgullo espiritual y a hacernos verdade­ramente pobres, quitándonos las experiencias sensibles sobre las que hasta ese momento habíamos construido nuestra oración, nos vemos obligados a confiar más en Él que en nuestros propios sentimientos.
El Padre que nos ama, nos cura así de la ilusión de que nuestra vida espiritual nos pertenece. De hecho, rezar con facilidad no es un mérito humano sino un don suyo. Y una gracia dada gratuitamente puede ser retirada en cualquier momento; por eso no debemos sorprendernos ni entris­tecernos cuando la perdemos. Cuando nos priva de la co­modidad espiritual que da la oración que se apoya en las emociones, Dios quiere empujarnos a un mayor esfuerzo de fe y a buscar apoyo sólo en Él.
Esta puede ser una experiencia difícil, pues vemos cla­ramente que no somos capaces de orar. Cuanto más convencidos estuviéramos de saber hacerlo, tanto más nos sentiríamos como un rico desheredado, que hasta este momento había estado sentado frente a una copio­sa mesa, y ahora tiene que contentarse con las misera­bles sobras que caen de ella. Como la cananea, que se tiene que alimentar de las migajas que caen de la mesa.
En cierta etapa de la vida interior, nos pasará lo mis­mo y tendremos que alimentarnos de «migajas de ora­ción», luchando por permanecer ante Dios esperando con­fiadamente en su Misericordia. No hay que temer que vayamos a morir de hambre. Dios derrama sobre noso­tros infinidad de migajas espirituales, incluso aunque no las percibamos. Son tan abundantes que bastan para sa­tisfacer todas nuestras necesidades espirituales. La única condición para recibirlas es ponernos ante Dios como el mayor de los pordioseros, extender las manos hacia Él con el gesto de mendigo y esperarlo todo de Él.
Nuestro Salvador desea que tratemos de implorar su Misericordia, incluso cuando tengamos la impresión de que esto no tiene ningún valor. Sólo Dios sabe cómo es en realidad nuestra oración. Nuestra percepción subje­tiva puede ser engañosa, como lo era la satisfacción ilu­soria del fariseo, a quien le parecía salir justificado del templo.
Cuando nos alimentemos de las migajas de la oración, experimentemos nuestra incapacidad y veamos clara­mente quiénes somos por nosotros mismos, intentemos entonces apoyarnos en la verdad de nuestra miseria y esperarlo todo de nuestro Padre Celestial. No contemos con ningún mérito propio ni con ninguna «capacidad es­piritual», contemos sólo con su Misericordia infinita, que nos irá purificando de la tendencia a apoyarnos en el don de la oración separado de Dios.
Santa Teresita del Niño Jesús nos puede ayudar a orar con su indicación: Reconocer uno su propia nada, y esperarlo todo de Dios42. Sus palabras nos enseñan que no tenemos nada fuera de nuestra miseria, que separados de Dios todos nuestros apoyos son una ficción. Por lo tanto, ya que no tenemos otro apoyo, recurramos a Jesús, nues­tro único intercesor y abogado ante el Padre Celestial. La pequeña santa nos invita a que con la mayor frecuen­cia posible abandonemos durante la oración todos los apoyos ilusorios, -reconoce que eres nada- porque estos apoyos nos estorban para esperarlo todo de Jesús.
Cercados por Dios
A medida que nos acercamos a Dios, va cambiando no sólo nuestra oración, sino también nuestra actitud ante las pruebas de fe que vivimos. Al principio de este ca­mino, tratamos de adquirir la virtud de la humildad con nuestro propio esfuerzo. Emprendemos un trabajo inte­rior, gracias al cual aprendemos, cada vez mejor, a do­minarnos, y ante las humillaciones nos comportamos como si ya fuéramos humildes. Sin embargo, surge en nosotros una forma oculta de orgullo espiritual, cuya fuente es la apropiación de nuestra capacidad para do­minar los reflejos del egoísmo.
Cuando empezamos a sentirnos personas humildes, el Señor tiene que intervenir para salvarnos del creci­miento de nuestro orgullo espiritual. Entonces, disminuye nuestra paciencia y resistencia psicológica, cualquier ten­sión nos quita la paz interior y la alegría. Cuando Dios nos quita la capacidad de dominarnos, cada prueba de fe termina en derrota y descubrimos que por nosotros mismos no somos capaces de lograr la humildad.
Tenemos la oportunidad de darnos cuenta de que nuestra idea sobre la proporción que hay entre la acción de la gracia de Dios y la nuestra era completamente fal­sa. En nuestro esfuerzo por ser humildes, nos apoyába­mos excesivamente en nosotros mismos y buscábamos poco el apoyo en Dios. Sólo nuestra apertura a Él pue­de hacer que dejemos de herir a los demás con nuestra fuerza o con nuestra tristeza.
Estar «cercados por Dios» es una bendición, ya que nos permite reconocer que en nosotros no hay ningún bien sobrenatural, y que sólo Dios puede salvarnos, a nosotros y a quienes nos rodean, de las consecuencias de nuestro orgullo. Entonces podremos ver que si no pedimos Misericordia, la bestia del egoísmo que duerme en nuestro interior comenzará en cualquier momento a destruir a quienes se encuentran a nuestro alrededor, y el mal explotará sin límites.
En esta situación, la única solución es implorar la Mi­sericordia de Dios: Jesús, ¡ven a mí y únete conmigo, por­que veo sólo mal en mi interior! No soy capaz de domi­narme. Si no te unes a mí, me perderé completamente y pecaré sin cesar.
El Señor desea que nos demos cuenta de que sólo Él, uniéndose a nosotros, puede ser humilde en nosotros y por nosotros43, porque por nuestras propias fuerzas no lograremos ninguna humildad. De este modo quiere em­pujarnos a orar y a buscar apoyo únicamente en Él. Al mismo tiempo, Él acepta que nuestra motivación siga siendo egoísta, pues de hecho sólo oramos porque ve­mos la devastación que ocasiona nuestro mal, mal que ya no somos capaces de dominar por nuestras propias fuerzas.
Es importante que nuestra búsqueda de apoyo en
Dios, y sólo en Él, esté llena de verdadera determinación44, y esta sólo aparece cuando, cercados por las circuns­tancias, dejamos de contar con nuestras propias fuer­zas y nos sentimos impotentes ante nuestro mal.
No nos preocupemos cuando disminuya nuestra ca­pacidad de obrar el bien ni cuando veamos que segui­mos estando lejos del ideal soñado de la santidad. ¿Por qué queremos continuamente demostrarnos a nosotros mismos y a los demás que estamos en orden, que so­mos capaces por fin de hacer algo, que a pesar de todo somos buenos? ¿Queremos acaso merecer con nuestra «bondad» el amor de Dios? ¿No será que queremos re­cibir el amor del Creador a cambio de nuestros logros y cualidades? Pero de hecho, el único intercambio posible entre el hombre y Dios es el de recibir su perdón y su misericordia «a cambio» de los pecados y la miseria que le entregamos.
Las palabras de santa Teresita del Niño Jesús sobre el reconocimiento de la propia nada y esperarlo todo de Dios, expresan también esta verdad. Para que la poda­mos aceptar y acoger, Dios nos tiene que purificar del orgullo de la buena opinión de nosotros mismos, que vuelve continuamente, y también de nuestra supuesta «perfección» relacionada con él.
El orgullo impide constantemente que pueda hacer­se realidad el bien que Dios quiere para nosotros y para el mundo. Pues aunque nuestro Creador es la única fuen­te de todo bien, por nuestro orgullo vivimos de espal­das a Él. En lugar de esperarlo todo de Dios contamos siempre con nosotros mismos, nos apoyamos en no­sotros y creemos sólo en nosotros.
El último lugar
El proceso de las purificaciones espirituales es tan dolo­roso precisamente porque va acompañado de la manifes­tación de la verdad sobre nuestro orgullo. Dios lo va des­cubriendo de forma gradual y delicada, pero, a pesar de eso, cada vez que descubrimos un nuevo aspecto de el, podemos experimentar dramáticas rebeldías de nuestro egoísmo. La causa principal de estos tormentos es preci­samente el dolor del orgullo herido, que protesta y se opone a la verdad sobre nosotros mismos. Echamos la culpa a los que nos rodean o a las circunstancias, procuramos jus­tificarnos o buscamos a los culpables de aquello que se acaba de descubrir; todo con tal de mantener intacto, si podemos, nuestro egoísmo.
El proceso de las purificaciones está descrito en las palabras de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8,34). Para someterse al proceso de las purificaciones del or­gullo de la buena opinión sobre uno mismo hay que ne­garse a sí mismo. Esto significa tomar la cruz de la pro­pia verdad y seguir a Jesús y, por lo tanto, querer ser el último, correr para alcanzar el último lugar aguí en la tierra45.
Cristo, siendo el primero, llegó a ser el último entre los últimos, y de esta forma nos mostró cómo debería ser nuestra actitud ante todo lo que nos ofrece el espí­ritu de este mundo, también ante el apego a la propia «perfección». Él tomó sobre sí la bajeza y pecaminosidad de nuestros apegos, y espera que sigamos sus hue­llas, para que aprovechemos plenamente el Sacrificio que ofreció por nosotros. Espera que, imitándole, aceptemos perder todo y a todos, incluso la orgullosa opinión de ser buenos.
Esta carrera por ocupar el último lugar en la tierra tie­ne que convertirnos, en definitiva, en personas que cons­ciente y voluntariamente adopten la actitud del pobre de espíritu, que reconozcan que son nada y que esperen todo de Dios. Sólo alguien así procurará tener un único deseo: que no sea él quien viva, sino Cristo en él.
Las pruebas que nos superan
Dios quiere que comencemos a elegir por nosotros mis­mos la pobreza espiritual como un valor especial y como un don. Respetando nuestra voluntad, espera que le de­mos permiso para actuar libremente en nuestra vida, y poder realizar en nosotros todo lo que desea.
El Creador, con gran delicadeza hacia nuestro egoís­mo, a menudo nos coloca únicamente al borde del abis­mo, para que podamos convencernos de que no somos capaces de aceptar un despojamiento total. Cuando esto se hace evidente para nosotros, inmediatamente dismi­nuye sus exigencias y nos despoja sólo un poco.
Nuestro Señor disminuye la intensidad de las purifica­ciones al ver nuestra incapacidad para soportar ciertos sufrimientos. Esto debería ser para nosotros un signo evi­dente de que continuamente nos resistimos a la acción de la gracia en nuestra vida. La causa de esto es la falta de confianza, pues quien desconfía cierra las puertas de su corazón y no quiere abandonarse en todo a Dios.
Esta desconfianza es nuestro drama. Sin embargo, necesitamos abandonarnos a nuestro Padre tal y como somos, renunciando a la buena opinión que tenemos de nosotros mismos. Es necesario que nos entreguemos a Él como aquellos que se muestran incapaces de resistir las pruebas de fe que les son enviadas, porque no son capaces de confiar en el supremo Amor.
Al que no vive concentrado en sí mismo le resulta mucho más fácil caminar hacia la santidad. Cuando ve su mal implora a Dios Misericordia, sin saber siquiera si confía en Él o si le da gracias por su amor. Entonces pue­de aparecer en el alma una especie de certeza de que Dios vendrá a salvarle.
El Padre Celestial, en atención a esta certeza de la fe, responde siempre a nuestra súplica. Pero su respues­ta, puede ser completamente distinta a la que nuestra razón podría esperar. Él, en su omnipotencia, puede ser­virse de cualquier instrumento, que de esta manera se convierte para nosotros en un verdadero apoyo divino. Si como dice la Sagrada Escritura, nuestro Señor puede hacer que «griten las piedras» (cf Le 19,40), ¡cuánto más será capaz de realizar el milagro inconcebible de salir al encuentro de nuestros deseos!
Despreciar el apego a las ilusiones
Quien desea buscar apoyo únicamente en Dios debe despreciar su tendencia a apoyarse en cualquier cosa fuera de Él. Merece la pena seguir la indicación de san Juan de la Cruz, que dice sin rodeos que hay que vivir en «mucha humildad y desprecio de sí mismo y de to­das sus cosas»46. Cuanto más grandes sean los dones que Dios nos da, con tanta mayor fuerza hemos de des­preciar nuestra tendencia a apoyarnos en ellos, como si por sí mismos fueran Dios.
Se trata sobre todo de la tendencia que tenemos de construir nuestro estado de ánimo sobre aquello que Dios, por medio de su gracia, realiza en nosotros mis­mos o en nuestro círculo social más cercano. Sería bue­no que nos diéramos cuenta con cuánta facilidad nace en nosotros una satisfacción oculta cuando alguien que queremos mucho se hace mejor o se acerca a Dios. Es verdaderamente ridículo que seamos capaces de apro­piarnos hasta del misterio de la actuación de Dios en el alma humana y de construirnos, a partir de ella, un altar para nuestro «yo».
La persona que desprecia su tendencia a apoyarse en los dones de Dios tiene la inclinación a apoyarse directa­mente en Dios, a través de la fe y la oración. Para satis­facer la necesidad natural de seguridad, recurre a su Pa­dre Celestial, lo busca continuamente y quiere unirse a Él. También guarda la debida distancia con todo lo que Dios le obsequia. Acoge cada don con gratitud y se ale­gra con él, pero no fundamenta su sentimiento de se­guridad en esos dones. Sabe que apoyarse en los dones de Dios despierta el orgullo, al que nuestro Señor debe oponerse.
Por nosotros mismos jamás llegaremos a esta actitud de desprecio hacia todos los apoyos ilusorios. Solamente podemos reconocer esta verdad acerca de nosotros mis­mos: que nos apegamos a todo aquello en lo que se pue­de apoyar nuestra razón, nuestra memoria o nuestra ex­periencia.
Si despreciamos las ilusiones de los apoyos, es como resultado de la actuación de una gracia divina especial. Sólo gracias a ella podemos ver nuestros apoyos iluso­rios tal como son en realidad, de lo contrario nos segui­ríamos apegando a las ilusiones y apariencias.
Es importante que procuremos aprovechar esta gra­cia lo mejor posible, cada vez que se nos da. De esto dependen muchos acontecimientos en nuestra vida: Dios puede darnos todo si despreciamos nuestra tendencia a buscar la ilusión de apoyarnos en aquello que recibimos.
Porque de hecho, Él mismo es la Verdad y ama en no­sotros la verdad.Dios, único apoyo
«VíVa como si no hubiese en este mundo más que Dios y ella, para que no pueda su corazón ser detenido por cosa humana».
San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia (Obras Completas, Dichos de Luz y Amor, 143, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1993, 108).La vida del hombre es un continuo diálogo con el Crea­dor, diálogo que aspira a la verdad. Y la verdad, lo que­ramos reconocer o no, es que somos sólo criaturas, cuyo capital es la debilidad, y pecadores, cuya única riqueza es la miseria espiritual. Dios desea que, después de re­conocer esta verdad, coloquemos nuestra debilidad fren­te a su omnipotencia, y la inmensidad de nuestras infi­delidades frente a su Misericordia infinita.
¿Tenemos otra salida? La realidad es que no somos un apoyo ni para nosotros mismos ni para los demás. Únicamente podemos agarrarnos con fuerza de la mano del Creador, de su omnipotencia e infinito amor para que se realice en nosotros aquel extraordinario desposorio, ante cuyo horizonte ha querido situar nuestra vida. El matrimonio espiritual de la «nada» humana con el Todo divino, que ansia entregarse al hombre sin reservas, transformarlo y llenarlo con la felicidad de sí mismo.Encontrar a Dios en todo
Todo lo que Dios ha creado está penetrado por su so­plo de vida, su voluntad y su acción. El Creador está pre­sente en el mundo que nos rodea, en los animales, las plantas y las cosas por el acto mismo de la creación y por medio de la voluntad concreta que Él ha estableci­do para cada cosa. Pero está especialmente presente en el ser racional, en el que mora como en su templo. Todo el mundo creado cumple la voluntad de Dios y está lle­no de su presencia; esta presencia puede convertirse para el pobre de espíritu en un verdadero apoyo. Tam­bién los acontecimientos que según su plan han de em­pujarnos hacia Dios y llevarnos a la unión con Él, están llenos del amor del Creador.
Saliendo al encuentro de la Presencia que nos ama
Si contempláramos el mundo con los ojos de la fe, nos daríamos cuenta de que el Creador está presente en todo y que nuestro único apoyo auténtico es esta pre­sencia de Amor. En el Areópago de Atenas, san Pablo habló de esta presencia de Dios que impregna el mun­do entero: «Pues en él vivimos, nos movemos y existi­mos» (He 17,28).
Si recordáramos esta verdad fundamental de nuestra fe, procuraríamos adoptar en nuestra relación con el mundo una actitud orante, para adorar a Dios presente en toda la creación.
¿En qué consiste esta actitud?
El Señor espera que, sirviéndonos de las cosas, sal­gamos al encuentro de los planes y designios que Él aso­ció con cada una de ellas. Al coger un bastón o un lá­piz, al poner las manos en el volante del coche o en el teclado del ordenador, deberíamos procurar servirnos de cada instrumento de acuerdo con la voluntad de Aquel que los creó.
Deberíamos tener cuidado de no abusar de la presen­cia de Dios junto a nosotros. Todas nuestras ocupacio­nes deberían estar de acuerdo con los planes del Crea­dor, de tal manera que no utilicemos ni nuestros conocimientos ni nuestras capacidades y medios mate­riales en contra de su voluntad.
De este modo, podríamos en cada instante adorar a Dios presente en el mundo, y percibir que todo a nues­tro alrededor está lleno de su Presencia amorosa. La concien­cia cada vez más profunda de la presencia y actuación de Dios en el mundo, llenaría nuestra vida de paz y ar­monía, nos ayudaría a encontrar apoyo en Él mismo47.
Jesucristo dijo de sí mismo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4,34). El alimento fortalece, y por lo tanto constituye un apoyo. Esta afir­mación de Cristo indica que, cuando buscamos la vo­luntad de Dios, la que Él ha establecido para cada cosa, podemos encontrar en cada momento de nuestra vida el apoyo más auténtico y seguro.
La Presencia que exige una respuesta
Cuando el hombre descubre a Dios, y reconoce su pre­sencia en el mundo, no puede permanecer indiferente. Tiene que elegir: o le sigue, o le da la espalda. Es posi­ble que Dios nos oculte su presencia en la vida cotidia­na por nuestra falta de fe. Podría ser un riesgo demasia­do grande que estando ante Él cara a cara le diéramos la espalda y le abandonáramos para siempre.
Dios desea que al verlo en nosotros mismos y en la realidad que nos rodea, tratemos de responder a esa Pre­sencia. Si lo hiciéramos, tendríamos otra actitud hacia las cosas, las plantas y los animales, pero sobre todo hacia el prójimo. San Bernardo afirma claramente que la presencia de Dios en el ser humano tiene un carácter particular: Dios está en las criaturas irracionales pero es­tas no lo pueden comprender. Los seres racionales pue­den alcanzarlo con el conocimiento, pero sólo los jus­tos por el amor»48.
Si recordáramos esta presencia especial de Dios en las personas, por respeto a ella, trataríamos de no ma­nipularlas, esclavizarlas e idolatrarlas. Por temor a cruci­ficar a Cristo presente en el prójimo evitaríamos apoyar­nos en las personas más de lo que Dios quiere. Sabríamos que contar con el apoyo de alguien sin tener en cuenta a Dios es un absurdo que ofende al Creador.
La presencia de Dios en cada persona hace que in­cluso los pecados de los demás puedan estar llenos de significado para nosotros. Tal vez si somos conscientes de algunos pecados de nuestro prójimo, lo es para que descubramos en ellos un mensaje que Dios nos dirige a nosotros y de este modo nos convirtamos, para que con humildad reconozcamos nuestro propio mal y recurramos con contrición a su Misericordia.
Dios presente en los acontecimientos
Podemos percibir la presencia de Dios en los aconteci­mientos importantes y en los insignificantes, en los fa­vorables y en los difíciles de aceptar. En el lápiz que se acaba de romper; cuando en un camino liso tropeza­mos y nos caemos; en una conversación con alguien que nos escucha atentamente, y también en la que mante­nemos con alguien cerrado a nuestras palabras. Podemos encontrar a Dios en la enfermedad de un niño y en la oferta de un trabajo interesante, en un temblor de tie­rra y en los fértiles campos de trigo.
Por eso deberíamos preguntarnos con frecuencia: ¿Qué quiere Dios de mí? ¿Por qué me habla así? Si reci­bimos la gracia de encontrar la respuesta apropiada, po­dremos abrirnos plenamente a la presencia de Dios y salir al encuentro de los designios del Creador relacio­nados con los diversos acontecimientos.
En el Antiguo Testamento se narra la historia de José que fue vendido por sus hermanos y conducido como esclavo a Egipto. Mientras se encontraba allí, Dios ha­bló al faraón a través de diversos fenómenos naturales: siete años fértiles y siete de sequía. Gracias a esta ac­tuación del Creador, José pudo jugar un papel de singu­lar importancia en relación a su familia y a su pueblo.
La intervención de Dios es muy poderosa en toda la historia de Israel, sobre todo en los acontecimientos que pondrían a prueba al pueblo elegido para convertirlo en el Pueblo de Dios, en la auténtica propiedad del Señor. El camino de los israelitas por el desierto está lleno de la presencia de Dios a través de fenómenos extraordi­narios: la columna de fuego, la tierra que se abre para tragarse a los rebeldes, el maná que cae del cielo...
El Creador está presente no sólo en los acontecimien­tos sobrenaturales, sino también cuando actúa de ma­nera imperceptible, ocultándose tras el velo de las leyes de la naturaleza. El movimiento de las estrellas en el cie­lo está lleno de su actuación, todo el Cosmos se some­te a su voluntad. Dios interviene en el mundo que nos rodea en cada instante, sostiene su existencia e influye en todo lo que sucede.
En el salmo 139 podemos encontrar recogida la afir­mación de esta verdad:
«¿Adonde iré lejos de tu aliento, adonde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha»49.
Dios sostiene nuestra vida en cada momento. De he­cho, nadie puede prolongar su vida en la tierra ni un ins­tante, es nuestro Señor quien decide cuándo hemos de morir. Todos los métodos curativos existentes, las me­dicinas y técnicas quirúrgicas están penetrados por el poder omnipresente de Dios. Gracias a Él fueron descu­biertos y Él hace que resulten eficaces o no. Por eso, al someternos a un tratamiento médico, o incluso al tomar­nos un simple analgésico, deberíamos ante todo pedir que Dios quiera asociar a ellos su gracia. Sin ella ningu­na medicina puede ser eficaz.
En cada situación, fácil o difícil, agradable o dolorosa, Dios presente en ella a través de su voluntad puede ser nuestro apoyo. Al apoyarnos en esta voluntad coope­ramos con la gracia del momento, por la cual nuestra vida puede volverse cada vez más armoniosa, conducirnos a la unión de nuestra voluntad con la de Dios, y santifi­carnos.
El templo de nuestro interior
Gracias a la cooperación con la gracia podemos comen­zar a encontrar a Dios no sólo en el mundo exterior, sino también en nuestro interior, al que el Espíritu Santo vie­ne como el dulcís Hospes animae (dulce Huésped del alma). Santo Tomás de Aquino escribe acerca de la presencia de Dios: «Fuera de la forma común y general según la cual
Dios está presente en todo por medio de su ser, de su poder y de su presencia... existe todavía otra forma es­pecial, propia exclusivamente de los seres racionales, en quienes Dios mora como ser conocido en quien conoce y ama­do en quien ama50. Y ya que la criatura racional puede ele­varse a Dios con el conocimiento y el amor, y así alcan­zarlo a Él mismo dentro de sí, por lo tanto, en razón de esta relación especial no sólo se dice que Dios está en el ser racional, sino que habita como en su templo»51.
Es imposible comprender plenamente lo que significa que el Creador Omnipotente habite en el alma del hom­bre. Para entenderlo, aunque sea un poco, podemos ser­virnos de algunas imágenes. San Basilio compara el alma habitada por el «Dulce Huésped» con un hierro sumergi­do en el fuego de una hoguera: «Así como el hierro que está en el fuego no pierde su naturaleza, sino que incan­descente por la violencia del fuego adopta de alguna ma­nera su naturaleza, su color, su temperatura y su actua­ción, transformando sus propiedades a semejanza de las del fuego, así se santifican y divinizan las facultades del alma, por la unión con Aquel que es la santidad misma»52.
Las pruebas de su amor
Nuestro apoyo en Dios puede ser superficial e incluso aparente cuando no es más que una construcción men­tal, una convicción teórica que no influye en nuestra vida práctica.
En el proceso de las purificaciones, Dios, de alguna manera, levanta el velo, descubre toda la hipocresía de nuestra aparente vida de fe, esperanza y caridad. Enton­ces, los cálculos humanos empiezan a fallarnos cada vez más y todo en nuestra vida se vuelve poco a poco im­posible de prever. De este modo llegamos a descubrir tanto nuestras esclavitudes como nuestra falta de aban­dono en su amor paternal.
A pesar de todos los apoyos que Dios nos concede, continuamente contamos con nuestras propias posibili­dades, nuestros talentos, nuestra inteligencia, o con las relaciones con los demás. Olvidamos permanentemente que no pueden ser nuestra esperanza los apoyos que nos han sido dados sólo por algún tiempo, sino sólo su Dador.
El otro extremo que nos amenaza es menospreciar lo que Dios nos da, e intentar heroicamente «no apoyarnos en nada». Nuestro Padre que nos ama, quiere que los apoyos que recibimos en cada situación sean una ayu­da para nosotros. Rehusar estos apoyos equivale a re­chazar su mano con orgullo y aspirar «heroicamente» a la santidad por nosotros mismos, adelantándonos a la actuación de la gracia.
Cada vez que experimentamos sufrimientos, necesi­tamos tener ante nuestros ojos nuevas pruebas de la Misericordia de Dios para con nosotros. Puede ser, por ejemplo, el hecho de que por lo menos estamos vivos, de que podemos pensar, alegrarnos, cuidar a alguien o manifestar nuestra gratitud a los demás. Todo el bien que experimentamos es también una prueba del amor de Dios, amor incondicional, que perdona. Es también un apoyo que Él nos da.
De hecho, es Dios mismo quien se nos da como apo­yo, a través de sus dones. La belleza del mundo que nos rodea, el bien que recibimos de los demás, así como nuestros propios valores y capacidades, no son otra cosa que una forma de su presencia en nuestra vida. Nuestro corazón, sin embargo, está creado para apoyarse en Él y no en sus dones. Cada don que tenemos nos es dado para conducirnos a la unión transformante en el Amor.El corazón humano apoyado en Dios
En la vida interior, Dios se va volviendo gradualmente nuestro apoyo, en la medida en que se frustran nuestras expectativas respecto a los demás y experimentamos la debilidad del propio «yo». Las situaciones de despojamiento, que nos empequeñecen ante Dios, nos empujan a en­tregarle cada vez más el timón de nuestra vida, con la cer­teza de que, pase lo que pase, todo depende de Él.
Este es un camino de paz interior, armonía y libertad. En él puede nacer también en nosotros el deseo de vi­vir en la verdad: puesto que realmente Dios es Todo, quiero reconocer que todo se lo debo a Él y vivirlo.
Vive como si todo dependiera de Dios
A pesar de que hayamos sido bautizados y de que nos consideremos creyentes, a diario vivimos apoyándonos en nosotros mismos y no en Dios. Damos por supuesto que casi todo depende de nosotros y de las bien cono­cidas leyes naturales que gobiernan el mundo. Pensamos sobre multitud de cosas, sacamos conclusiones y planea­mos el futuro olvidándonos completamente de Dios. Noscomportamos como si fuéramos dioses, con la posibi­lidad de crear el mundo y de disponer los aconteci­mientos según nuestra voluntad. Construimos el impe­rio de los apoyos humanos y queremos gobernarlo por nosotros mismos.
Debemos vivir como si todo dependiera de nosotros, pero recordando, al mismo tiempo, que en realidad todo depende de Dios. La expresión «como si» subraya la ac­titud adecuada que el cristiano debe tener hacia todo lo que hace, planea y se propone53. Cuando esto se olvi­da, desaparece también la conciencia de que, esencial­mente, todo depende de Dios, que está presente en nuestra vida a través de los distintos acontecimientos y de toda la realidad que nos rodea. Sin embargo, Él está presente únicamente en el «ahora» que nos rodea, en el presente. El futuro siempre es algo hipotético, mientras Dios no quiera hacerlo realidad el día de mañana.
Si miráramos el mundo con los ojos de la fe, vería­mos que en nuestra visión del futuro sólo es real aque­llo a lo que Dios quiera vincular su gracia, lo que desee realizar de acuerdo con su voluntad santa. Los planes y propósitos que nos absorben tanto son sólo apoyos in­útiles e ilusorios, mientras el Creador del universo no quiera hacerlos realidad. Hacer planes, como si el fu­turo dependiera de nosotros, es hacer castillos en el aire, independientemente de lo justos que, desde el punto de vista humano, pudieran parecer nuestros ar­gumentos. Si recordáramos que todo depende de Dios, al realizar nuestros planes y propósitos, guardaríamos la distancia necesaria respecto a ellos, la relación ade­cuada con los apoyos ilusorios.
¿Puede el cristiano liberarse por sí mismo de los apo­yos ilusorios? Naturalmente que no, pues ya que ha de vivir como si todo dependiera de él, de alguna manera está obligado a moverse en el ámbito de las ilusiones. Sin embargo, necesita llamarlas por su nombre, tanto ante sí mismo como ante Dios.
Los únicos apoyos verdaderos son aquellos a los que el Creador vincula su gracia. Todos los demás apoyos, en los que Dios no está presente, se convierten en una ficción, una mera ilusión sin consistencia. Se asemejan a una cuenta en un banco que ha quebrado: ¿De qué sir­ve tener millones en ella, si el banco ya no existe?
Entre la «nada» humana y el Todo divino
San Juan de la Cruz, al describir el camino del alma ha­cia la unión con Dios, advierte sobre la necesidad de guardar distancia ante los apoyos ilusorios: «Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada»54. Si realmen­te hemos de unirnos con Dios, si hemos de ser todo, no merece la pena ser algo en nada, en aquello que es una mera ilusión. Y todo lo que nos rodea será únicamente un apoyo ilusorio, si Dios no vincula a ello su gracia.
San Juan de la Cruz habla a continuación de las con­diciones necesarias para aspirar a esta unión: «Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo. Porque para venir del todo al todo, has de negarte del todo en todo»55. ¡Cuántas veces pensamos en nuestros apoyos psicológicos o materiales como si ellos fueran realmen­te permanentes e inmutables! En eso fundamos la amis­tad, el amor y también la confianza que ponemos en nosotros mismos. Damos por supuesto que podemos contar con nosotros mismos y con los demás. San Juan de la Cruz, en cambio, dice que cuando construimos nues­tra vida, aunque sea sólo en cierta medida, sobre los apoyos ilusorios, cuando reparamos en ellos, entonces dejamos de arrojamos al Todo, es decir a Dios. Hemos de vivir entonces como si pudiéramos apoyarnos en noso­tros mismos o en los demás, pero recordando que el único apoyo real para nosotros es sólo Dios.
Incluso si verdaderamente encontráramos un apoyo psicológico profundo y seguro, uno que nos diera la im­presión de que poseemos todo lo mejor que hay en este mundo, deberíamos seguir las advertencias de san Juan de la Cruz: «Y cuando lo vengas del todo a tener, has de tenerlo sin nada querer; porque si quieres tener algo en todo, no tienes puro en Dios tu tesoro»56. Hemos de aprovechar cada don divino, incluso aquel que nos pa­rezca todo, conservando la libertad de corazón y no de­seando el apoyo que en él encontramos. Nuestro Dios es un Dios celoso y no compartirá nuestro corazón con ningún ídolo.
El pobre de espíritu, al apoyarse únicamente en el Re­dentor, no desea encontrar apoyo en nada ni en nadie fuera de Dios. A diario implora Misericordia a su Señor, porque esta súplica es su única forma de vivir en pre­senda de su oscuridad espiritual, que va descubriendo cada vez con mayor claridad. San Juan de la Cruz des­cribe este estado sirviéndose de la imagen del leño que va siendo consumido por el fuego. El fuego material, al abrazar el madero, comienza primero por secarlo, des­pués lo va «poniendo negro, oscuro y feo, y aún de mal olor»57.
No tengamos miedo de que, a semejanza de la ma­dera quemada en el fuego, nos volvamos cada vez más negros. La causa de este miedo es el deseo de ser úti­les como los trozos de madera de los que pueden ha­cerse diferentes objetos necesarios. Nos horroriza la po­sibilidad de perder la buena opinión de nosotros mismos y de volvernos ceniza negra, inútil, por eso tenemos mie­do de ser sumergidos en el fuego del Amor Divino.
Los santos, en la medida en que se van uniendo a Dios, descubren en sí mismos la espantosa imagen de su miseria, descubren que en esencia son «nada». Uno de los síntomas de esta miseria humana es precisamen­te la búsqueda de apoyos ilusorios y la huida de Dios, el único apoyo verdadero. La luz de la gracia divina, al penetrar en el hombre, le muestra con toda claridad los diversos mecanismos de estas huidas. También le mues­tra lo fuertemente que están unidas estas huidas a su vida cotidiana y lo difícil que es liberarse de ellas.
Si Dios nos «cerca» con la conciencia de la flaqueza psicológica y de la debilidad y con acontecimientos que nos muestran nuestra incapacidad para ser humildes, es para empujarnos a desear y pedir la unión con Él. Cuan­do esto sucede, la madera de nuestra alma es penetra­da por el fuego del Amor Divino. El proceso de que­mar la madera se intensifica descubriendo la negrura de la madera carbonizada, haciéndonos cada vez más débiles y más desvalidos, y por lo tanto de nuevo «obli­gados» a unirnos a nuestro Señor.
Al implorar Misericordia, el pobre de espíritu no sabe cuánta limosna recibirá de Dios58. No sabe de qué o de quién se servirá el Salvador para socorrerlo. Sólo sabe que tiene que esperarlo todo de Dios, porque Él es su único apoyo.
La unión transformante, a la que estamos llamados, es el encuentro del hombre con Dios, en el que la «nada» humana ya no opone más resistencia y se deja consu­mir por el Todo de Dios.
Suplicar el temor de Dios
Son santos los que se han unido plenamente a Dios en­contrando el apoyo más seguro en el cumplimiento de su voluntad, que se convierte en el objetivo y en el sen­tido de su vida. Lo mismo podría suceder con nosotros si en todo lo que hacemos nos apoyáramos en Él. Por desgracia, al hacer lo que Dios espera de nosotros nos desanimamos con mucha facilidad, empezamos a du­dar y caemos en el desaliento y la desgana.
La causa más importante de nuestra falta de perse­verancia en el cumplimiento de la voluntad de Dios es apoyarse en uno mismo y ver el mundo como si Dios no existiera. La tentación satánica expresada en las palabras «seréis como dioses» (Gén 3,5), significa que, al igual que nuestros primeros padres, queremos actuar de acuerdo con nuestra propia voluntad, sin preguntarnos cuáles son los planes de Dios Todopoderoso.
Si realmente creyéramos en la omnipotencia de Dios, en que Él y nadie más que Él decide sobre el mundo y sobre nuestra vida, contaríamos únicamente con Él. Tam­bién recurriríamos a Dios en cada momento de nuestra vida con la oración y con una súplica llena de determi­nación.
De hecho todo depende de Dios. A Él le debemos nuestra veneración y respeto, lo que llamamos «temor de D/os»59. Cuando no hay este «temor de Dios», damos ex­cesiva importancia a cuestiones de segundo orden, a si­tuaciones y circunstancias que frente a la actuación de Dios son secundarias. Tememos a los hombres y a las reglas establecidas por ellos, creyendo de verdad que gobiernan el mundo, en vez de temer únicamente a Dios, sin cuya voluntad nada puede suceder.
Precisamente de este temor de los hombres viene nuestra parálisis y desánimo ante las circunstancias ad­versas y los vientos contrarios que nos dificultan alcan­zar la meta. Al mismo tiempo olvidamos que sólo hay dos posibilidades: o Dios quiere estas dificultades por motivos que no tenemos por qué comprender, o por lo menos las permite.
¿Quizás con todo esto quiere mostrarnos nuestra falta de fe? Nuestra actitud hacia los hombres y las «reglas del juego» creadas por ellos es un tipo de idolatría: o les te­nemos un miedo exagerado o les adoramos perdidamen­te, despreciando al mismo tiempo a Dios Todopodero­so. Si nuestro corazón estuviera lleno de temor de Dios, si en cada circunstancia buscáramos apoyo en nuestro Creador y Señor, surgiría en nosotros un distanciamiento respecto a todos los cálculos ilusorios de la razón no iluminada por la fe.
La sabiduría de la fe
Si la fe fuera nuestro apoyo, tendríamos la certeza de que no hay situaciones, por difíciles que parezcan, que no se puedan resolver, por tanto no hay motivos para caer en el desánimo ante las circunstancias desfavora­bles. Sabríamos que basta reconocer con contrición que no buscamos apoyo en la voluntad del Señor y en su amor para encontrar en nosotros mismos, de forma re­novada, la fuerza de Dios para actuar.
El tema que ocupa más espacio en los escritos de san
Juan de la Cruz es la fe, que es el medio fundamental para buscar apoyo en Dios y unirse a Él. El Doctor Mís­tico señala que cuando la acción natural de la razón es penetrada por la acción de Dios y sometida a Él, se con­vierte entonces en fe, permitiéndonos apoyarnos en el poder y amor infinitos del Creador.
Con frecuencia participamos en la santa Misa y reci­bimos el Cuerpo de Cristo. ¡Hemos experimentado tan­tos signos de la presencia y del poder de Dios! Somos testigos del Señor que muchas veces pasa a nuestro lado, y sin embargo nos comportamos continuamente como si nada viéramos ni nada experimentáramos. Cada vez que Dios pasa por nuestra vida es una llamada que Él nos dirige, a nosotros hombres de poca fe: ¿Por qué dudas? Este es el mejor momento para que reconozcas, lleno de contrición, que piensas y actúas como si Yo no existiera. Pero no olvides que YO SOY60.
¿Qué es todo el poder y la fuerza de este mundo, qué no es, ante Dios, el único que puede decir de sí mismo YO SOY? Y si esto es así, ¿por qué nos preocupamos y desanimamos? Esto no es sólo una estupidez, sino tam­bién una ofensa a Dios: porque supone tratar a AQUEL QUE ES como si fuera impotente ante el poder de este mundo. Dios, que en su Hijo se ha dejado crucificar por el hombre, nos ha dado de esta forma una muestra de su poder y su fuerza que «se muestra perfecta en la fla­queza» (2Cor 12,9). Toda debilidad, que encontramos en nosotros mismos y en el mundo que nos rodea, está traspasada por la fuerza de Dios, fuerza que siempre y en todas partes constituye un apoyo para nosotros. Esta fuerza quiere revelarse en el mundo, aunque parezca comple­tamente dominado por los respetos humanos y las re­glas de juego de los hombres.
No pensemos que llegaremos a librarnos completa­mente del temor de los hombres, pues es nuestra segun­da naturaleza. Sin embargo, es importante tratar nues­tra tendencia a apoyarnos en el sistema de cálculos humanos con cierta ironía y distancia para aprender a burlarnos de lo que podríamos llamar «estupidez de la incredulidad», que tanto limita la acción de Dios. ¡Cuán­tas obras maravillosas y planes de Dios se destruyen por esta estupidez nuestra!
Nuestra única salvación es llevar a los pies de Jesús esta «estupidez de la incredulidad» y suplicarle que se una a nosotros, hombres que por su poca fe limitan los extraordinarios planes de Dios. Entonces Él puede venir y, penetrando nuestro pensamiento y nuestra voluntad, tomar en sus manos el timón de nuestra vida. El Crea­dor hace depender su voluntad de la actitud interior del hombre, por eso esta oración es la única posibilidad que tenemos para dejar de poner obstáculos a su omnipo­tencia.
Entregar el «timón» de nuestra vida
Durante las purificaciones, Dios nos habla fundamental­mente a través de los acontecimientos cotidianos y de las situaciones en las que no podemos recurrir a los es­quemas y reglas de comportamiento del pasado, cuan­do teníamos completamente en nuestras manos el timón de nuestra vida. Es como si trastocara el orden que exis­tía hasta entonces e hiciera que las soluciones que has­ta este momento eran adecuadas, en esta nueva etapa se vuelven inadecuadas.
La gracia actúa sobre la naturaleza, pero existe una pri­macía del orden de la fe respecto del orden natural. El or­den de la fe sirve a nuestra unión con Dios, hace que no seamos nosotros quienes dirijamos nuestra vida, sino Cris­to que vive en nosotros (cf Gál 2,20). Cuando Dios quie­re enseñarnos a someternos continuamente a las inspi­raciones del Espíritu Santo y a estar atentos a su actuación, tiene que trastocar el orden establecido hasta entonces para que no nos apoyemos demasiado en él, estemos abiertos a la gracia del momento y le permitamos que sea Él quien nos conduzca con su inspiración.
«Entregar el timón» puede ser algo muy difícil para quienes se han habituado a planear y a organizar todo por sí mismos. Claro que si Dios nos ilumina con la luz de la fe vemos con claridad que esto no supone ningún riesgo, porque tanto antes como ahora estamos ocultos en los brazos de Dios61.
De esto mismo nos habla el mensaje que la Santísi­ma Virgen de Guadalupe dirigió en 1531 en México al in­dio recién convertido al cristianismo, san Juan Diego, re­cogido y conservado por la tradición en el relato de las apariciones. María le invita a que en la difícil situa-
ción en que se encuentra busque su apoyo total en Ella: «Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón (...). ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguar­do? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?»62.
Todos nuestros sufrimientos seguirán siendo un peso difícil de llevar mientras, creyendo en nosotros mismos, busquemos y contemos con los apoyos humanos. Los brazos de María, en los que podemos encontrar la se­guridad y la felicidad, son en realidad los brazos de Dios, que llena completamente a Aquella a quien la Iglesia llama «Esposa del Espíritu Santo».Sólo Dios basta
El hombre humilde y pobre de espíritu no busca apo­yos ni en sí mismo ni en el mundo que le rodea. Tiene una percepción de la realidad diferente porque busca apoyo en otra cosa. La pobreza espiritual y la oración humilde hacen que el hombre se vuelva, ante Dios, como un mendigo que nada tiene fuera de Él63.
Este mendigo de Dios, al no hacerse problemas ilu­sorios, tampoco busca apoyos ilusorios. Lo único que le importa es el Reino de Dios.
Para poder llegar a esta actitud debemos ser abraza­dos por el fuego del Amor Divino que, consumiendo nuestras ilusiones, no sólo nos protegerá de las heridas que estas ocasionen, sino que eliminará los obstáculos para que alcancemos la unión con Él; unión con Aquel cuyo amor es capaz de satisfacer todos los anhelos del corazón del hombre. Dios ama tanto este puñado de ce­niza que es el hombre que, por medio de la unión trans­formante, nos quiere introducir en el inimaginable mun­do de su felicidad divina.La oración del mendigo
En la oración del Padre nuestro, Jesucristo mismo nos ha dejado una indicación sobre la actitud espiritual adecua­da ante Dios: la actitud del mendigo, la del hombre que no tiene ningún apoyo fuera de Dios.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu Reino. Hágase tu volun­tad en la tierra como en el cielo. Con estas palabras el mendigo de Dios se dirige a su Creador, a su Padre que está en el cielo. Al recurrir a Él de esta forma quiere hon­rar la grandeza del Señor de la Creación y pedirle lo que es más importante para su propia existencia de mendi­go. Las peticiones del mendigo definen su relación con Dios y la jerarquía de importancia de los problemas de su vida.
Santificar el nombre del Señor, darle el honor y la glo­ria que se le deben doblando las rodillas al escuchar su Nombre (cf Flp 2,9-11), ¿no es, acaso, sumergir la pro­pia vida en el espíritu del cielo? Pedir que venga a no­sotros el Reino de Dios ¿no es también suplicar que ven­ga el cielo, ese cielo que el mendigo de Dios anhela y por el cual suspira? El camino hacia esa meta está en la realización de la voluntad de Dios: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Esto es lo que reclama el mendi­go de Dios, lo que suplica y mendiga.
A continuación, la oración del Señor enumera los bie­nes que el mendigo de Dios debería pedir en segundo lugar: Danos hoy nuestro pan de cada día. Estas palabras muestran que tenemos derecho a pedir todo lo que nos es necesario para llevar una vida digna, sometiendo todo, claro está, a la voluntad de Dios.
Del mismo modo que el pan de cada día es alimento para el cuerpo, el perdón de los pecados es imprescin­dible para el alma del mendigo de Dios. Por eso, inme­diatamente después, pide: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Desde el punto de vista de la vida eterna esto es lo más impor­tante, pues sin el perdón de nuestras ofensas no puede haber salvación. Lo esencial de esta petición no es úni­camente pedir perdón por los pecados. Con estas pala­bras el mendigo de Dios, de alguna manera pone en ja­que a su egoísmo, se pone prácticamente una soga al cuello: si no es misericordioso con quienes le ofenden, nada le será perdonado.
Mendigo de Dios es quien tiene conciencia de que sin el apoyo de Dios caerá. Por eso su súplica incluye la pe­tición: No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal. En ella está contenida también la siguiente idea: obsequia­do con libre voluntad, el pecador no necesariamente tie­ne que ser tentado para caer. Incluso aunque Dios nos preservara totalmente de las tentaciones, podríamos se­guir pecando. Por eso el mendigo de Dios pide: «líbra­nos del mal», es decir, «no permitas que se realice el mal».
La actitud del mendigo de Dios
El análisis de la Oración del Señor muestra claramente cuál es la actitud que el mendigo de Dios adopta ante el mundo, para no buscar en él apoyos ilusorios. ¿Nues­tra jerarquía de peticiones es acaso la misma que la de la Oración del Señor? ¿No estamos llenos de exigencias?
Toda pretensión es lo opuesto a la actitud del mendigo. Lo normal es que quien sobrevive gracias a las limosñas de los demás nunca ponga condiciones como: «Sólo acepto billetes de 50 euros». Si tuviera estas exigencias, no recibiría nada. El mendigo acepta con gratitud la li­mosna que recibe, está libre de una actitud exigente.
El mendigo está convencido de que vale la pena ex­tender sus manos pidiendo limosna. De hecho hay per­sonas cuyo único medio de sustento es aquello que mendigan y, si eso no les diera para vivir, con seguridad cambiarían la forma de obtener ingresos. Si tú tampoco quieres vivir de ilusiones, y si, liberándote de ellas, acep­tas reconocer que eres mendigo de Dios, puedes estar seguro de que Él no te negará la limosna. Poniéndote ante el Señor con las manos extendidas en gesto de sú­plica siempre recibirás lo mejor. Si no tratas de hacer esto, significa que no vives en la verdad y que no bus­cas apoyo en Dios.
Un mendigo es mendigo sólo cuando mendiga. Cuan­do deja de mendigar, rápidamente puede comenzar a pensar que es ya otra persona. Puede llegar a ahorrar tanto que cuando abandona su ocupación y se viste como es debido a nadie se le ocurre llamarle mendigo. En términos espirituales puedes dejar de mendigar tan­to cuando te absorbe el trabajo que realizas, como cuan­do te arrodillas y rezas. Si no te diriges interiormente a Dios pidiéndole humildemente su Misericordia, no reco­noces en ese momento la verdad de que ante Él eres mendigo.
Si ves que no eres un verdadero mendigo de Dios, entrega esta miseria a tu Redentor. Pídele que Él mismo venga y se una a ti. Entonces como verdadero mendigo de Dios puede suceder que le encuentres en todo lo que te rodea: en las cosas, en tus asuntos, en los aconteci­mientos y en las personas.
Como el ciego de Jericó
«Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 6). Es­tas palabras de Jesús nos descubren nuestra total depen­dencia de Dios, dependencia semejante a la de un niño pequeño o a la de una persona que no tiene nada, a la de un mendigo. En realidad no se trata de que nos «vol­vamos mendigos», para así agradar a Dios y poder reci­bir sus gracias. Las palabras de Jesús expresan simple­mente un hecho objetivo: que en realidad somos mendigos. Todo lo que somos y tenemos es don y limos­na de Dios. Dios, nuestro Señor, está enamorado de la verdad y no de que «adoptemos una mera actitud de mendigo». Por eso espera que tratemos de reconocer y de vivir conforme a nuestra condición de mendigos. Per­manecer en las ilusiones siempre es perjudicial y peligro­so. ¿Por qué entonces nos resulta tan difícil reconocer nuestra condición de mendigos de Dios?
El cardenal Joseph Ratzinger expresa este asombro al preguntarse por qué continuamente nos negamos a en­tregarle a Dios nuestra existencia «junto con nuestra incapacidad para la fe y la oración»64. El ve en el apego a una falsa autosuficiencia la causa de muchos sufrimien­tos e incluso de muchas neurosis del hombre contem­poráneo. «El hombre es un mendigo de Dios», dice san Agustín, y el cardenal Ratzinger añade que «no le ha­cemos a Dios ningún favor si reconocemos la verdade­ra situación de nuestra existencia, que consiste en la necesidad que tenemos de ayuda, de expresarnos, de buscar un confidente y de la posibilidad de mendigar».
El mendigo de Dios, al vivir en la verdad, sabe bien que no tiene nada por sí mismo. Pero al mismo tiempo, sabe también que es imposible vivir sin apoyarse en algo. Por eso toda su existencia es una súplica, una incesan­te y ardiente llamada a Dios como su único apoyo real. Santa Teresa de Jesús llega incluso a afirmar que «lo que habernos de hacer es pedir como pobres necesitados delante de un grande y rico emperador y luego bajar los ojos y esperar con humildad»65.
El cardenal Ratzinger recuerda que cuando en la ce­lebración de la Santa Misa pronunciamos las palabras del Kyrie eleison repetimos la súplica mendicante del ciego de Jericó, en la que se expresa el «reconocimiento de quié­nes somos nosotros y de quién es Dios» (cf Me 10,46- 52). Subraya también que por esta actitud «nos expre­samos conforme a la realidad: Señor mío, dígnate mirarme, soy nada pero Tú eres todo-, soy miserable pero Tú eres rico, pue­des curar todas las miserias del mundo. Soy pecador y malo pero Tú eres plenitud de amor desbordante»66.
La creciente Oscuridad
Dios, en respuesta a la súplica del mendigo, viene para unirse con él. San Juan de la Cruz presenta el proceso de la unión con Dios ayudándose de una expresiva ima­gen: el leño ardiente que se consume en el fuego del amor de Dios67.
La oscuridad y negrura que van apareciendo mientras el alma se quema en el fuego del Amor Divino reflejan el proceso del descubrimiento de nuestra verdad y, por lo tanto, la pérdida de apoyo en nosotros mismos. De hecho no se puede creer en la oscuridad ni apoyarse en ella. Esta negrura es como la del leño carbonizado, como la de la ceniza negra. Únicamente puede calentar e ilu­minar mientras esté inmersa en el fuego. Por sí mismo no sirve para nada, no constituye ningún apoyo. Sólo tie­ne valor el fuego que la envuelve. La oscuridad del alma que se va manifestando es una compañera inseparable de nuestras experiencias en el camino a la santidad, cuando todas las ilusiones y falsedades se queman gra­dualmente en el fuego del amor de Dios.
No hay que asustarse porque nuestra situación sea cada vez peor. En cierto sentido puede decirse que «tan­to peor, tanto mejor»68. Cuanto más desamparados este­mos frente al mal que vemos en nosotros mismos y cuanto más nos volvamos a Dios por ello, tanto mejor para nosotros. En definitiva, lo esencial es que busque­mos apoyo únicamente en Dios que, al cercarnos por medio de los acontecimientos y las circunstancias, quiere conquistarnos para sí, purificarnos con el fuego de su amor y obsequiarnos con la felicidad verdadera.
Es fundamental que creamos que Jesús murió real­mente por nosotros siendo pecadores. Así nos amó y nos redimió. La oscuridad espiritual que descubrimos en nosotros no constituye un obstáculo para su amor. Al contrario, cuando la aceptemos profundamente, nos será más fácil buscar apoyo en Él, recurriendo con contrición al Señor suplicando su Misericordia.
Hemos de ir corriendo hacia Jesucristo, Médico divi­no, en quien está nuestra única esperanza con cada en­fermedad del alma que descubrimos. Si le pidiéramos que nos librara y curara en cada ocasión, tal vez nunca tendríamos que ponernos enfermos espiritualmente. De hecho Jesús, por su sufrimiento en la cruz, redimió no sólo los pecados que cometemos sino también aquellos de los que nos preserva.
Santa Teresita del Niño Jesús escribe sobre ello así: «Reconozco que, sin Él, habría podido caer tan bajo como santa María Magdalena (...). Ix> sé muy bien: Al que poco se le perdona poco ama. Pero sé también que a mí Jesús me ha perdonado mucho más que a santa María Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado im­pidiéndome caer»69.
Es necesario que realizando continuos actos de hu­mildad tengamos siempre presente nuestro pecado, reconocién­dolo antes de que efectivamente lo cometamos. Nues­tra imitación de la Santísima Virgen, la humilde esclava del Señor, debería consistir precisamente en suplicar continuamente misericordia desde el fondo de nuestra bien conocida miseria. Entonces Dios podría poner los ojos en nuestra humildad y preservarnos de toda caída. De este modo, la Pasión que nuestro Salvador padeció en la Cruz, también por nuestros pecados actuales, que­daría limitada sólo en la medida en que es imprescindi­ble para preservarnos de los pecados.
El fuego que inflama la ceniza del hombre
Nuestro Señor desea que no nos preocupemos dema­siado ni por los asuntos temporales ni por nuestro ca­mino hacia Él. El Creador quiere que nuestros corazo­nes, libres de toda preocupación, encuentren su apoyo en Él.
A través de la imagen del leño ardiente, san Juan de la Cruz nos muestra el camino hacia la libertad ple­na. Cuando ha quedado completamente consumido por el fuego, lo único que queda de él es ceniza, que sin embargo, al estar inflamado por su llama, ha ad­quirido las mismas propiedades del fuego: seca, calien­ta e ilumina.
Merece la pena caer en la cuenta de que Dios, ya des­de el principio de la historia, descubre al hombre su ver­dadera condición, llamándole «polvo». El libro del Gé­nesis nos transmite esta condición del hombre después de su caída, con las palabras que el Creador dirige a Adán tras el pecado original: «Polvo eres y al polvo tor­narás» (Gén 3,19). El hombre, aunque posee una digni­dad plena, por haber sido creado a imagen y semejan­za de Dios y redimido con la sangre del Salvador, es únicamente polvo, y su cuerpo después de la muerte al polvo volverá. Si reconociéramos, aunque fuera sólo en parte, lo que los santos saben de sí mismos, tendría­mos una profunda conciencia de que somos únicamen­te miseria, un puñado de polvo amado por Dios, en el que el Creador del Universo desea vivir.
Sin embargo, ¿quién de nosotros piensa así de sí mismo? Todos preferimos pensar que por nosotros mis­mos somos «alguien». No obstante, toda nuestra su­puesta grandeza es sólo un espejismo y una ilusión, con la que siempre de nuevo tratamos de llenar nues­tro corazón, un apoyo ilusorio que buscamos en no­sotros mismos y en los demás, en el dinero y en los éxitos. Dios quiere quemarlos todos en el fuego de su amor, pues ama tanto ese puñado de polvo que somos que Él, el Creador del Universo, lo quiere inflamar de Sí mismo.
Cuando el Señor comienza a quemar gradualmente nuestras ilusiones todo deja de tener sentido para no­sotros. Cada vez nos resulta más difícil apoyarnos en nuestro obrar, incluso cuando este está relacionado con el cumplimiento de la voluntad de Dios. Esto sucede por­que continuamente nos esforzamos en apoyarnos en una ilusión, en lugar de alegrarnos con la verdad. Y la verdad es que el hombre es polvo y ceniza. Si nos apoyáramos en ella, le repetiríamos a Dios con confianza: Veo que soy únicamente polvo y ceniza y que mi vida sólo tiene sentido cuan­do me abraza el fuego de tu amor. Me alegro de que hayas que­rido mostrarme esta verdad y te suplico: únete a mí para que tu acción me penetre hasta el fondo.
Para que deseemos orar de esta forma, tienen que quemarse primero nuestros «sueños de poder» y todas las demás ilusiones a las que nos hemos ido apegan­do. Entonces comenzaremos a entender que la vida sólo tiene sentido unida a Jesucristo, pues todo lo de­más se convertirá en polvo.
Nos daremos cuenta, por ejemplo, de que adquirir conocimientos no tiene ningún sentido si no es para cumplir la voluntad de Dios. Tanto el cerebro humano como la mayoría de las obras que hoy surgen en el mundo se volverán algún día polvo. ¿Puede entonces aquello que mañana se convertirá en polvo ser realmen­te un verdadero apoyo? Sólo la presencia de Jesucris­to oculta en las obras que realizamos en cumplimien­to de su voluntad constituye para nosotros un apoyo real.
No sólo la realización de una actividad concreta, sino también el retirarse de ella cuando esta es la voluntad de Dios, puede facilitarnos el camino hacia la comunión con Jesús y de esta manera constituir para nosotros un verdadero apoyo. Lo mismo ocurre con todo lo que ha­cemos tratando de realizar la voluntad de Dios, con in­dependencia de que nuestro esfuerzo sea coronado con un éxito visible para nosotros, o por el contrario con el fracaso.
Podemos encontrar un valioso apoyo, por ejemplo, cuando tratamos de ayudar a alguien y vemos que el efecto de nuestra acción es contrario al que hubiésemos querido. No hay que sorprenderse. Si el Señor no aso­cia su gracia a nuestra acción, sólo podemos perjudicar a los demás. ¿Pueden acaso la ceniza y el polvo negros constituir, por sí mismos, un apoyo para alguien? Sólo pueden ensuciar a todos a su alrededor. Todo el que tra­ta de ayudarnos, incluso aunque no se dé cuenta, sale ensuciado con el hollín de nuestra miseria. Ver esto es doloroso, sin embargo, podemos encontrar en esta con­ciencia de nuestro mal un profundo sentido. De hecho no nos queda más remedio que recurrir a Jesús para que Él en nosotros y por nosotros70 se encuentre con los de­más. Sólo de esta forma podremos ayudarles de verdad. Todos los acontecimientos que nos muestran nuestra debilidad, pecaminosidad y extravío esconden en sí mis­mos una oportunidad oculta para encontrar el apoyo ver­dadero, cuando confesamos ante Dios la verdad sobre nosotros mismos y le pedimos que se una a nosotros, que abrace con el fuego de su amor la ceniza de nues­tra alma.
Espejismos quemados en el fuego de Dios
El problema de la liberación de los apoyos en el fondo consiste en el desprendimiento de los apegos. San Juan de la Cruz afirma que incluso el más pequeño apego, ele­gido de manera consciente y voluntaria, es como un hilo atado a la pata de un pájaro, que no le permite echarse a volar. «Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar»71.
También nosotros, como el pájaro que es incapaz de cortar por sí mismo el hilo que lo ata a la tierra, pode­mos ser incapaces de liberarnos por nosotros mismos de la esclavitud de nuestros apoyos humanos. Por eso, si Dios mismo corta el hilo que nos ata, deberíamos es­tar agradecidos por esa gran gracia.
Cuando todas las ilusiones acerca de la verdad so­bre nosotros mismos se queman y nos ponemos ante Dios en la verdad, como pecadores, la gracia de Dios puede penetrar completamente nuestras almas. Así como en la última fase del proceso de combustión de la madera el fuego la abraza por completo, de igual for­ma el proceso de las purificaciones puede conducir a que el alma humana sea abrazada por la «llama del amor vivo» de Dios. La persona que es introducida en las purificaciones, al mismo tiempo que pierde las ilu­siones en los apoyos humanos, crece incesantemente en ella la sed de Dios. Solamente encuentra la paz en el encuentro con Él por la fe. Pero esto le exige cues­tionar todo lo que la vincula con este mundo.
La unión con Dios se alcanza cuando nos presenta­mos ante Él «desnudos», despojados de todos los apo­yos, de todo lo que podría constituir para nosotros cual­quier tipo de valor fuera de Él. El fuego del amor de Dios es en realidad nuestra única esperanza. Si las ilusiones que tenemos no se queman en esta vida, esto tendrá que suceder después de la muerte de una forma incom­parablemente más dolorosa. De hecho, en el cielo ya no habrá apoyos ilusorios, únicamente nuestra participación en la vida interior de Dios.
Nuestro Señor quiere unirse con nosotros y con cada hombre ya aquí en la tierra. Quiere penetrar tan profun­damente el polvo humano que nos volvamos uno con Él: Fuego y ceniza. Gracias a esta unión, el fuego, infla­mando la ceniza, le comunica su riqueza y su poder, y comparte con ella todo su amor. La llama, como dice san Juan de la Cruz, «... comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a transformarle en sí y po­nerle tan hermoso como el mismo fuego»

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