Tres de cuatro

El esfuerzo del corazón por evitar los apoyos humanos
¿Qué hacer para que nuestros vínculos con los demás no sean un obstáculo en nuestra unión con Dios? Nuestro Señor quiere sobre todo que reconozcamos sinceramen­te que somos esclavos del deseo humano de recibir afec­to, de ser recordados y aceptados. Quiere que deseemos ver este problema y que lo reconozcamos ante Él.
Nuestro esfuerzo también es necesario: tratar cons­cientemente de no apegarnos a las personas, evitar las ocasiones en que se despiertan apegos en uno mismo y en los demás. Lo importante sobre todo es el esfuer­zo del corazón, que procuremos estar desapegados de todos los apoyos humanos.
En nuestras relaciones con los demás también es ne­cesaria la prudencia. Esta exige guardar cierta sana dis­tancia respecto a ellos. Aunque a veces hay que renun­ciar a esto en consideración a la fragilidad psicológica y espiritual de algunos, siempre es mejor tratar con reserva por lo menos a quienes espiritualmente son lo suficien­temente maduros para aceptarlo. Al analizar en concien­cia cada una de estas situaciones, no hemos de olvidar nuestra esclavitud a apegarnos a las personas y pedirle a Jesús que Él mismo dirija nuestro comportamiento.
Jesús, en su relación con los Apóstoles mostró a al­gunos un trato especial: a san Juan por ejemplo le mos­tró más cariño que a los demás. Pero al final tuvo que
todas partes» (santa Margarita María de Alacoque, Autobiografía, Apostolado Ma­riano, Sevilla, 4a edición, n° 65, p. 74). «Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por me­dio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios» (Juan Pablo II, Novo Millennio \neunte, 23).
separarse de todos ellos para que pudieran recibir al Es­píritu Consolador.
No hay que engañarse pensando que el hecho de co­nocer la teoría de los apoyos es suficiente para vivirla. Por eso no hay que extrañarse de que uno caiga conti­nuamente en este terreno. De hecho nuestro Salvador viene no a los sanos, sino a los enfermos, a aquellos que están mal. Es el Médico divino, que desea curarnos de los pecados. Si llenos de esperanza le llevamos con per­severancia cada síntoma de nuestra miseria, un día lle­gará el momento en el que Él se inclinará sobre noso­tros y en respuesta a nuestra súplica llena de confianza para que nos cure una vez más, Él mismo se unirá a no­sotros completamente.
Los instrumentos que Dios pone en nuestro camino
Los santos, al perder el apoyo en las personas más cer­canas, se abandonaban sin reservas en Dios. Sin embar­go, durante el período de la noche oscura26 también ellos aprovecharon la ayuda espiritual de las personas que Dios mismo puso en su camino. Nuestro Padre celestial quiere que encontremos su apoyo en otras personas, pero sobre todo en aquellos que han llegado a conver­tirse en instrumentos en sus manos.
En el proceso de las purificaciones, en lugar de los vínculos humanos podemos adquirir amistades espiritua-
26 «A los que Dios quiere purificar de estas imperfecciones los mete en la noche oscura para conducirlos más arriba» (san Juan de la Cruz, Noche Oscura, 1, 2, 8, edición de Jesús Martí Ballester, San Juan de la Cruz: Noche oscura leída hoy, San Pablo, Madrid 19944, 47).
les por medio de las cuales Cristo mismo nos rodeará con su cuidado especial y nos dará su apoyo a través de otra persona. Sin embargo, no podemos buscar en ella un apoyo meramente humano.
Aceptar una relación con alguien en un plano exclusi­vamente espiritual puede resultar muy difícil, sobre todo si antes nos unía también con esa persona una amistad humana. Un amigo espiritual no satisface las expectativas que generalmente vinculamos con la amistad. Por eso de­beríamos tratar de separar las características personales de ese amigo de aquello que Dios quiere realizar en nuestra vida a tra­vés de él. El Creador querrá realizar sobre todo el plan que ha pensado para nosotros y, en este sentido, la persona que coloca en nuestro camino como instrumento suyo se volverá un apoyo para nosotros. Sin embargo, mientras no sea santa, no puede darnos más que una parte de aquello con lo que Dios quiere colmarnos a través de ella. Sólo alguien plenamente unido a Cristo puede dar todo lo que Dios quiere.
Practicando renuncias activas, deberíamos pedir ar­dientemente la gracia de ver con los ojos de la fe aque­llo que nos sucede en nuestras relaciones con los demás. Si no tenemos suficiente fe, no podremos extrañarnos de no recibir ayuda de aquel a través del cual Dios quiere darnos su apoyo. La mirada de la fe nos permitiría com­prender que la otra persona por sí misma no es capaz de ayudarnos y que en cualquier momento podría herir­nos muy dolorosamente. Sin embargo, viendo nuestra fe, Dios puede dar gracias especiales a su instrumento para que, a pesar de sus muchas imperfecciones, se convier­ta para nosotros en una prolongación de sus manos compasivas. Precisamente así «funcionan» todos los apo­yos que Dios nos da.
Ante quién nos confesamos
Nuestra actitud de fe orante ante el sacramento de la reconciliación juega un papel esencial en nuestra aper­tura a la gracia. Cuando vamos a confesarnos general­mente tenemos que luchar contra una forma oculta de fariseísmo que está profundamente arraigada en noso­tros. No creemos plenamente en la presencia de Cristo en el sacerdote que nos confiesa y, al tratarlo humana­mente, intentamos ocultar de alguna manera la inmen­sidad de nuestro mal. No confiamos en que cuando lo confesemos en toda su plenitud alcanzaremos el mila­gro de nuestra transformación. Nos comportamos como un asesino que, estando ante el tribunal, manipula la ver­dad para disminuir la dimensión de su culpa.
Pero de hecho no es importante si el confesor des­cubre totalmente o no nuestra miseria, de todas mane­ras Dios la ve. Es a Él a quien venimos a confesar nues­tros pecados y de quien recibimos la gracia del perdón. Nos confesamos delante de Cristo, y no del sacerdote, es con Él con quien nos encontramos en el sacramento de la reconciliación. Algunos santos durante la confesión trataban de dirigirse directamente a Jesús. Sin embargo, lo más importante no es la forma, que ya está determi­nada por la Iglesia, sino el hecho de ver a Cristo duran­te la confesión, querer apoyarnos en Él, y no buscar un apoyo humano en el confesor.
Si durante la confesión predominara en nosotros la actitud de fe viva, no habría nada ni nadie, sólo Jesucris­to, a quien venimos y delante de quien nos presentamos profundamente conscientes de nuestra miseria y maldad. Entonces, cualquier clase de acción farisaica quedaría bloqueada en nosotros. Podríamos abrirnos enteramen­te al don del perdón y aprovecharlo en plenitud. Nues­tra cooperación con la gracia y sus frutos en la vida co­tidiana serían distintos.
La Amistad sobrenatural
El establecimiento de relaciones sobrenaturales con las personas exige un cierto cambio de perspectiva. Si al tra­tar con una persona cercana intentáramos ver en ella un don de Dios, concentraríamos nuestra atención sobre todo en Aquel que nos obsequia. Veríamos entonces que la lealtad al amigo tiene que ir paralela con la lealtad a Dios, incluso aunque esto pareciera un rechazo al don de la amistad.
La verdadera lealtad exige a veces que, si esta es la voluntad de Dios, abandonemos incluso a un amigo ne­cesitado, negándole nuestro apoyo visible, como pueden ser la amabilidad o la ayuda. Lo más importante es que no sigamos ocultándole a Dios y que gracias a esto le empujemos a apoyarse en Él por medio de la fe. La per­sona que Dios ha puesto en nuestro camino como ami­go espiritual también puede comportarse así con noso­tros, convirtiéndose en ese momento en instrumento de las exigencias de Dios. Podemos seguir el ejemplo de Je­sús, nuestro Señor, quien al ascender al cielo, en cierto sentido, abandonó a sus discípulos. Les privó del apo­yo que les ofrecía el contacto sensible con Él, obligán­doles de alguna forma a apoyarse en la fe.
La tentación de apoyarse en un contacto sensible, en la comprensión y el afecto humano de la persona cer­cana regresará continuamente. Sin embargo esta perso­na puede estar en oscuridades espirituales, y entonces la barrera de incomunicación que Dios permite en estas situaciones es difícil a veces de superar. A menudo nos resultará difícil aceptar estas experiencias, y continua­mente nos engañaremos esperando la comprensión hu­mana y la cercanía de los amigos. Esto puede ser fuen­te de sufrimiento y de dolorosas decepciones. De hecho, toda amistad humana se basa en la suposición de que el amigo no nos fallará cuando necesitemos su ayuda. Sin embargo, esto es una ficción. Sólo Dios es fiel e infali­ble, y el hombre lo es sólo en razón de Dios y conforme a sus designios para con nosotros.
Cuando Dios nos libera de los lazos humanos, puede mostrarnos claramente la debilidad del instrumento con el que se nos ha acercado hasta este momento. Es como si quisiera decirnos: Yo soy tu apoyo, no esta persona.
Al afrontar los diferentes problemas y dificultades, se­ría bueno que tratáramos sobre todo de apoyarnos di­rectamente en Dios, por medio de la oración y de actos de fe, esperanza y caridad. Sin embargo, puede suceder que Dios quiera que busquemos apoyo en Él de modo indi­recto a través de una persona, que se convierte de esta manera en una prolongación de su mano compasiva. Al buscar apoyo en el amigo que Dios nos da y al recurrir a su ayuda, deberíamos ante todo contar siempre con Dios, que actúa a través de su instrumento.
Si por medio del don de la amistad procuramos ver siempre al Padre que nos obsequia, entonces nos acer­caremos a la llama que, como dice santa Teresita, «arde sin consumirse»26. Sólo la llama del amor de Dios no hiere, sino que regenera, haciéndonos capaces de ele-
vamos hacia Él cada vez más alto, para que estando sumergidos en Él podamos ser transformados. La Vir­gen María, al sumergirse en la llama del Amor Divino, quedó tan transformada que veía todo y a todos so­brenaturalmente: pensaba, percibía y amaba a la ma­nera de Dios.
En definitiva, lo más importante es que nos enamo­remos de Dios y sólo de Él, para que, al unirnos a Aquel que es el único que nos ama verdaderamente, podamos algún día sumergirnos para siempre en la llama transfor­mante de su amor.La liberación de las ilusiones
Procura siempre que las cosas no sean nada para ti, y que tú nada seas para ellas
San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia (Obras Completas, Dichos de Luz y Amor, 9227, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1993, 104).
Por la actuación purificadora de la gracia y nuestra co­operación con ella, los apoyos materiales y psicológi­cos, aunque no dejan de existir, comienzan a perder ese mágico resplandor que atrae nuestra codicia. Pero esto no significa todavía la liberación de los apoyos iluso­rios.
Cuando Dios, queriendo atraernos a Él, nos muestra cada vez más claramente el valor de los dones espiritua­les, nuestro interés se vuelca en ellos y se convierten en el nuevo objeto de nuestra codicia. El amor propio se alimenta de todo lo que puede y la codicia de siempre pone ahora sus esperanzas en ilusiones más sutiles.
Esto puede manifestarse en la búsqueda de apoyo en el progreso espiritual, adoptar la forma de fariseísmo en­mascarado o apoyarse en los dones espirituales separa­dos del Dador divino. Estos apoyos espirituales son más sutiles que los anteriores y por lo tanto mucho más pe­ligrosos, por eso se necesita una mayor vigilancia y una apertura cada vez más profunda al amor purificador de Dios.
El carácter ilusorio del apoyo en la propia perfección
Los bienes espirituales constituyen un apoyo importante para la persona que trata de vivir la vida interior, pues considera que, en la perspectiva del camino hacia Dios, estos bienes le hacen «alguien», y le aseguran una «fuer­te posición espiritual». ¿Pero realmente consiste en esto el verdadero progreso espiritual?
El pobre de espíritu es aquel que no posee ningún otro apoyo fuera de Dios. Los apoyos ilusorios en la es­fera espiritual, que nuestro amor propio genera incesan­temente, imposibilitan la realización de la bienaventuran­za evangélica, y por lo tanto nuestra comunión con Dios.
Nuestro Señor, que es un Dios celoso, se une al alma en la medida en que se despoja de los apegos, es decir, en la medida en la que le abre un espacio para Él.
Las gracias que intentamos apropiarnos
Uno de nuestros apoyos más frecuentes es el de la bue­na opinión sobre nosotros mismos. Todo el mundo quie­re creer y pensar lo mejor de sí mismo y apoyarse en su buena imagen. Esto hace referencia no sólo a nuestra capacidad física, sino también a nuestras facultades in-telectuales, a los rasgos de nuestro carácter y a nues­tros valores espirituales.
Cuando Dios se acerca, su luz nos permite ver más claramente nuestros defectos e imperfecciones. ¿Cómo reaccionamos ante esto? Por lo general ansiamos corre­girnos y cambiar, librarnos de nuestros defectos para convertirnos, en definitiva, en «otras personas».
Si analizamos con atención este deseo de corregirnos, podemos ver que en el fondo lo que deseamos es apo­yarnos en nuestra propia perfección. Es el deseo de con­quistar y poseer como algo propio la capacidad interior para obrar el bien, de manera que podamos apoyarnos en ella.
Cuando sueñas con alcanzar lo más rápidamente po­sible la perfección, apoyándote en la ilusión de que por tus propias fuerzas eres capaz de «conquistar a Dios», eres como el rico, lleno de codicia, que desea añadir bie­nes espirituales a todo lo que posee.
Pero de hecho, el pobre de espíritu nada posee y de nada dispone. Por lo tanto no es propietario de la per­fección ni de virtud alguna. Convertirse en pobre de es­píritu es un camino de apertura incesante a la gracia, de sometimiento continuo a la acción de Dios y de re­conocimiento humilde de que todo bien que posee pro­viene y es obra de Dios, que actúa en nosotros y a tra­vés de nosotros.
¿Dónde encontramos aquí espacio para «poseer» la perfección, para servirse libremente de cualquier cuali­dad o habilidad? La actitud de pobreza espiritual impli­ca más bien un deseo completamente opuesto: que Je­sús libremente se sirva de ti, que pueda disponer de tu alma y de tu cuerpo en cada momento.
Solamente esta actitud nos protege de la tentación de apropiarnos de las gracias que Dios nos concede y del deseo de poseer como propio ese bien que Él obra en nosotros y a través de nosotros. Sin embargo, tal ac­titud exige ser pobre respecto a todo lo que poseemos.
En el camino de la pobreza espiritual podrás conver­tirte en verdadero cristiano, en un buen marido o una esposa que ama verdaderamente, pero sólo cuando aceptes que nunca serás propietario de las virtudes y dis­posiciones interiores necesarias para ello. Es más, debe­rás aceptar también las experiencias que te convence­rán de que por ti mismo no eres capaz de eso. Sólo entonces irá naciendo en ti, en lo profundo de la con­ciencia de tu propia debilidad, la certeza de que cada vez que te entregas a Jesús y le permites guiarte libremente, Él mismo en ti y por ti será un solícito padre de familia, una fiel esposa o un buen cristiano. Sin embargo, esta capacidad nunca llegará a ser tu propiedad en la que puedas apoyarte.
Cuando en el camino de la pobreza espiritual renaz­ca en nosotros el deseo de poseer la capacidad de hacer el bien por nuestras propias fuerzas, Dios puede darnos la dolorosa gracia de despojarnos de las ilusiones relacio­nadas con esto. Buscar un falso apoyo en la posesión de alguna virtud puede provocar la pérdida de ese don de Dios.
Sólo cuando perdamos todas las ilusiones de que por nosotros mismos podemos ser buenos cristianos, padres o esposos, nacerá en nosotros una oración de súplica confiada para que Dios mismo nos guíe. No debemos, por tanto, sorprendernos de que a medida que nos im­plicamos más en nuestro trabajo interior veamos cada vez más mal en nosotros y descubramos cada vez me­jor nuestra dependencia de Dios. Esta situación nos im­pulsa a suplicar la Misericordia divina, gracias a la cual puede nacer en nosotros el bien, no ya el nuestro, sino el de Cristo, que actúa en nosotros y a través de noso­tros. El camino hacia este bien pasa por el conocimien­to del propio mal y de la infinita Misericordia de Dios que se derrama incesantemente sobre nosotros.
Usurpadores de virtudes
Nos apropiamos hasta de la fe y de la esperanza, virtu­des que Dios nos concede, por no querer recibirlas con humildad. De este modo, estos dones de incalculable valor se transforman para nosotros en un apoyo huma­no, en una ilusión y, por lo tanto, en un obstáculo para nuestra unión con Dios.
Buen ejemplo de esto puede ser la convicción, que nos acompaña durante muchos años, y que incluso se fortalece con el paso del tiempo, de que somos gente de fe, que creemos verdaderamente en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado.
Esta convicción no es otra cosa que una ilusión crea­da por el orgullo de la buena opinión sobre nosotros mismos, que funciona únicamente mientras Dios no quiera purificarnos de ella. Jamás la fe será para noso­tros un apoyo de verdad si humildemente no ponemos en duda esta engañosa convicción y no recurrimos al Señor para que nos la conceda. ¿Puede acaso una ilu­sión, una ficción creada por nuestro propio orgullo, ser de verdad un apoyo?
Dios no quiere que el orgullo de propietario de la fe cons­tituya nuestro apoyo, sino que aprendamos a apoyarnos en la fe misma, que es sin duda don suyo, gracia conce­dida gratuitamente, que nunca podrá llegar a ser propie­dad nuestra. Aunque supuestamente lo sabemos bien, continuamente pisoteamos como puercos las perlas de la fe28, considerándonos sus dueños y propietarios.
Sólo cuando el Señor nos ponga ante las pruebas de fe nos daremos cuenta de lo ilusoria que era nuestra convicción de que poseíamos esta virtud. Comenzaremos entonces a perder el apoyo, que teníamos hasta este momento, en la orgullosa convicción de que somos per­sonas de fe.
Igual de ilusoria es la convicción, proveniente del or­gullo de la buena opinión sobre uno mismo, de que la confianza en el Padre Celestial es un apoyo en nuestra vida. Du­rante muchos años Dios puede permitir que vivamos de esta ilusión, que se funda en la vivencia sensible de la confianza y en el recuerdo de los momentos en los que hemos experimentado claramente el cuidado de la Pro­videncia Divina. Sin embargo, en el periodo de las puri­ficaciones también esta ilusión puede ser puesta en duda y entonces veremos la gran desconfianza que tenemos hacia nuestro Redentor.
Los síntomas de la falta de confianza en el amor de Dios pueden ser diversos dependiendo del carácter y de las heridas sufridas a lo largo de la vida. Uno de ellos es la falta de confianza en relación con nuestro confe­sor habitual. En cierta etapa de la vida interior podemos constatar que no somos capaces de tener en él la con­fianza que se merece, siendo como es la persona a tra­vés de la cual actúa Cristo y a través de la cual entrega su vida por nosotros y continuamente nos salva.
El Señor, cuando nos permite ver la semilla de la des­confianza que germina en nosotros, no quiere que nos entristezcamos por eso, sino más bien que con humil­dad la llevemos a sus pies. Apoyándonos en la concien­cia de la propia miseria expresada en el recelo hacia Aquel que es digno de la máxima confianza, con la con­ciencia de nuestra total debilidad, podemos suplicarle que quiera unirse a nosotros. De esta forma, nuestra des­confianza puede ser verdaderamente vencida, si Él mis­mo, uniéndose a nosotros, vive y confía por nosotros29.
Cuando quieres «apoderarte» del don de la oración
Cuando Dios entra en nuestra vida de forma especial, parece como si nos convirtiéramos en personas distin­tas. Por ejemplo, puede resultarnos fácil no sólo perse­verar en la oración, en la adoración al Santísimo Sacra­mento, o en la meditación, sino también renunciar a nuestros apoyos cotidianos.
¿Cuál es la actitud más adecuada ante esta situación? Aunque pueda parecer paradójico, hay que tenerle miedo, porque toda situación que pueda llevar a apropiarnos de algo que en el fondo no es nuestro, es peligrosa. La fa­cilidad en la oración es un don que Dios nos da, duran­te cierto tiempo y vinculado a un plan determinado por Él. Cuando tratamos de apoyarnos en ella, podemos desperdiciarla.
San Juan de la Cruz, hablando de esto, hace hincapié en que cuando el Espíritu Santo desciende sobre el alma y la llena con su delicada actuación, el error fun­damental en que solemos caer es el de tratar de rete­ner este estado interior, como intentando «capturar» la acción de Dios, apropiándonos de ella30.
Ningún don, ninguna gracia, ni siquiera los más su­blimes y espirituales, son un verdadero apoyo. El sen­timiento de seguridad construido sobre las prácticas re­ligiosas es una ilusión, ya que ninguna práctica puede garantizar que estemos en el camino espiritual correc­to. No nos dan por tanto un apoyo real. Únicamente puede darlo Dios, Dador de todos los dones. Si pone­mos nuestra esperanza en sus dones, y no en el Dador, el don separado de Dios se convierte únicamente en una ilusión, también el don de la oración.
Al descubrir lo injusta que es nuestra actitud, lo mejor sería decir: Sólo Tú, Señor, puedes hacer posible que siga teniendo facilidad para orar, para adorarte en el Santísi­mo Sacramento o para meditar sobre ti. Este milagro se escapará inmediatamente cuando lo intente atrapar. Sólo Tú puedes hacer que desaparezca en mí esta codicia de apoyos humanos y esta impureza hacia tus dones.
Actitud mágica hacia los dones de Dios
En la medida en la que crece en nosotros la fe, aumen­ta también la conciencia de que Dios, Creador y Reden­tor, nos colma continuamente con sus dones, tanto na­turales como sobrenaturales. Teóricamente lo sabemos, pero en la práctica vivimos como si Aquel que nos los da no existiera.
Al apropiarnos de los dones divinos podemos hasta impedirle a Dios que nos obsequie con otras gracias. Pues Él, para nuestro bien, tiene que oponerse al orgu­llo (cf Sant 4,6).
También estos dones espirituales, como las promesas de Dios, dependen estrechamente de nuestra coopera­ción con la gracia. Muy a menudo nos apoyamos en las palabras de Dios de forma mágica, suponiendo que ellas pueden ser para nosotros un apoyo independientemen­te de nuestra situación espiritual.
San Juan de la Cruz, en Subida del Monte Carmelo exa­mina un ejemplo de esa actitud descrita en el Antiguo Testamento. Haciendo referencia al primer Libro de los Reyes, describe cómo Dios, habiéndose enojado con el sacerdote Eli, revocó la promesa que había hecho a su familia. El sacerdocio consistía en honrar y glorificar a Dios.
Para este fin, Dios se lo había prometido a su padre para siempre, con la condición de que fuera fiel a su de­ber. Sin embargo, cuando cesó el celo y respeto de Eli por la gloria de Dios (porque como Dios mismo se la­mentó por medio de Samuel, honró más a sus hijos que a Dios, ocultando los pecados de sus hijos para no aver­gonzarlos), también cesó la promesa, que habría dura­do siempre si su fervor y su ferviente servicio hubieran durado31.
Este pasaje habla claramente de cómo pueden ser de ilusorios los apoyos espirituales si adoptamos una acti­tud falsa ante Dios. El sacerdote Eli abusó del don de Dios, no cooperó adecuadamente con la gracia y por eso Dios retiró su promesa. A nosotros también nos puede suceder que desperdiciemos el don de la promesa de Dios, si nos olvidamos de Aquel que nos lo obsequió y no cooperamos lo necesario con la gracia que Dios siem­pre concede para mayor gloria suya.
El mal ocasionado
por separar el don del Dador
Con cuánta frecuencia se manifiesta en nuestra vida el deseo de «ser como Dios» (cf Gén 3,5), de hacernos se­ñores de nosotros mismos y de disponer de nuestra pro­pia vida. Cuando sucumbimos a esta tentación, quere­mos apoyarnos en lo que poseemos o, mejor dicho, en lo que nos apropiamos. Deseamos vivir como si pose­yéramos algo o como si nos pudiéramos apoyar en algo, aunque en realidad nada poseemos y en nada nos po­demos apoyar, fuera de Dios.
Podemos decir que somos esclavos de ver la realidad como si Dios no existiera. No reconocemos la presen­cia del Señor que impregna el mundo, y todo aquello con lo que tenemos contacto en la vida diaria nos pa­rece tan real y concreto como si por sí mismo pudiera ser un apoyo. ¡Es tan pequeño el lugar que ocupa el contacto con Dios en nuestra vida, y tanto lo que nos absorben las cosas de este mundo...!
De hecho, aunque en cada momento de la vida nos beneficiamos de su Misericordia Divina, no manifestamos al Creador la gratitud debida. No es necesario buscar le­jos las pruebas de esto. ¿Quién le da gracias a Dios por­que puede respirar, caminar, o porque puede pensar y hablar? Son cosas completamente básicas pero, ¿acaso estamos agradecidos por ellas? ¿No utilizamos estos do­nes sin pensar en su Dador? Esto significaría que nos apoyamos en los dones y no en Aquel que nos los ofre­ce y, por lo tanto, que no tenemos suficiente fe. La fal­ta de fe y de gratitud son signo de que, en cierto senti­do, somos esclavos del mal que hay en nosotros.
Nuestra voluntad con frecuencia es tan débil que po­demos dudar de si en realidad tenemos buena voluntad, de si verdaderamente queremos no apoyarnos en las cosas de este mundo, de si realmente queremos rezar y permanecer en la presencia de Dios. Es posible que este deseo exista en nosotros. ¿Pero no será pequeño, tal vez demasiado pequeño para apoyarnos realmente en Dios, Dador de todos los dones? Es posible que en el fondo no quieras apoyarte en Él, y tu pecado consista en que quieres ser como Dios, dueño y señor de ti mismo.
A medida que Dios nos despoja de las ilusiones y nos ilumina con su gracia podemos ver, cada vez con mayor claridad, nuestra infidelidad. No hay que tener miedo de esos momentos en que el Señor nos revela que somos esclavos vendidos al poder de los apoyos ilusorios y del pecado. Las únicas situaciones realmente peligrosas son aquellas en las que, al apropiarnos de la gracia, dejamos de recurrir a Jesucristo, porque tenemos la impresión de que ya somos libres y de que no necesitamos a Dios. Quien se ve esclavo debería correr inmediatamente ha­cia el Redentor para aprovechar la gracia de la liberación que Él le obtuvo en la cruz y para poner a sus pies to­das sus ilusiones y tentaciones.
Los espejismos de los apoyos
Al obsequiarnos e inundarnos incesantemente con sus gracias, Dios espera de nosotros una actitud de fe. Noso­tros, en cambio, atribuimos a sus dones rasgos divinos, como la estabilidad y la permanencia, y en ellos, y no en Dios mismo, construimos nuestro sentimiento de se­guridad y nuestro apoyo. Apoyarse en los dones sepa­rados de su Dador divino genera orgullo. Este surge de la ilusión de la autosuficiencia. Por eso, cuando la ilu­sión se desvanece, experimentamos inevitablemente una dolorosa desilusión.
Esto recuerda la situación de una persona cansada que quiere descansar en un sofá, que no es más que un espejismo o una imagen holográfica. Aunque para sus sentidos este mueble tiene toda la apariencia de reali­dad, sin embargo, de hecho, no existe. Esto se hace evi­dente cuando intenta sentarse en él. Entonces sufre un gran desengaño, pues en lugar de descansar cae al sue­lo y se hace daño.
María en el Magníficat nos enseña que Dios resiste a la soberbia de los grandes hombres, aquellos que cons­truyen su grandeza sobre los innumerables dones de Dios. Sin embargo, sólo la grandeza construida sobre Dios es verdadera. Aquí en la tierra tendremos que ir per­diendo todos sus dones, a excepción de los espiritua­les. De hecho, en el momento de la muerte nos halla­remos ante Dios desnudos, despojados de todos los apoyos humanos, abandonados sólo en su Misericor­dia.Fariseísmo enmascarado
Cuando el Señor nos introduce en el camino de la vida interior, se manifiesta en nosotros una tendencia que po­dría expresarse así: «No soy como los demás», que to­davía no han descubierto a Dios y no lo desean de todo corazón. Esta manera de pensar, que podríamos llamar fariseísmo enmascarado, todavía nos acompañará duran­te mucho tiempo, necesitando por ello la gracia de las purificaciones.
La vanagloria
Nuestros encuentros con Dios y las gracias que de ellos recibimos se pueden convertir para nosotros en una fuen­te de vanagloria y de oculta satisfacción de uno mismo y, por ello, en alimento para nuestro orgullo espiritual. San Juan de la Cruz advierte que contra este tipo de peligro no nos puede proteger ni «cierto reconocimiento de la propia miseria», ni el reconocimiento sincero a Dios por las gracias que de Él recibimos, ni nuestro agradecimiento por ellas, ni tampoco los esfuerzos que hacemos por sen­tirnos completamente inmerecedores e indignos de ellas. El Doctor de la Iglesia señala que, a pesar de todos es­tos esfuerzos, «suele quedar cierta satisfacción oculta en el espíritu y estimación de aquello y de sí, de que, sin sentirlo, les nace harta soberbia espiritual»32.
San Juan de la Cruz describe más adelante los sínto­mas de este orgullo, que generalmente conocemos por experiencia: «Ellos mismos pueden constatarlo por la poca gracia que les hace y la antipatía que sienten ha­cia quien no les alaba su espíritu ni les aprecia las co­sas que tienen. Y por la pena que sienten cuando pien­san o les dicen que otros tienen aquellas cosas o mejores. Todo lo cual nace de secreta estima y sober­bia y no acaban de entender que quizá están metidos en ella hasta los ojos»33.
Esta forma oculta de orgullo espiritual puede estar también relacionada con los actos de humildad que ha­cemos. El servicio que prestamos a los demás y las obras buenas que realizamos, junto a los frutos buenos, pue­den producir también en nosotros frutos malos, debido a la «oculta satisfacción de nosotros mismos» y la «pre­sunción» que aparecen al realizar tales obras buenas. Esta satisfacción de uno mismo, como dice san Juan de la Cruz, nos hace semejantes al fariseo que oraba en el templo elevándose por encima de los demás, cuidándo­se, al mismo tiempo, de no evidenciarlo. Nos asemeja a él pues, como dice san Juan de la Cruz, «aunque for­malmente no lo digan como este, lo tienen habitual­mente en el espíritu. Y aun algunos llegan a ser tan so­berbios que son peores que el demonio»34.
¡Peores que el demonio! Estas tremendas palabras del Doctor de la Iglesia de ninguna manera significan que no haya que realizar actos de humildad para evi­tar el fariseísmo oculto relacionado con ellos. Nuestra lucha contra el orgullo es agradable a Dios y absoluta­mente necesaria en el camino de la vida interior. Pero no vale la pena engañarse pensando que basta «ejer­citarse en la humildad» para que seamos capaces de li­berarnos de la pesadilla del orgullo. Por nuestras pro­pias fuerzas nunca seremos capaces de lograrlo.
El orgullo que se alimenta incluso de la contrición
El orgullo espiritual se alimenta de todo lo que puede digerir, incluso de un examen de conciencia bien hecho y de la contrición por los pecados percibidos. La hidra35 del orgullo espiritual podría crecer en nosotros catastró­ficamente aun cuando en el momento de la muerte re­cibiéramos la gracia de ver toda nuestra miseria y esa miseria nos arrojara de rodillas ante Dios. La ilusión de que ya estamos preparados para morir y de que ya he­mos hecho cuentas con nuestro Creador, podría susci­tar en nosotros una satisfacción oculta, semejante a la que llenó el corazón del fariseo, satisfecho de su acti­tud interior.
¿Entonces, merece la pena suscitar en nosotros la contrición? Por supuesto, hay que tratar de hacerlo con toda el alma, pero al mismo tiempo, hemos de tener por nada esta contrición y desestimarla.
San Juan de la Cruz subraya el peligro del amor pro­pio y de la vanidosa presunción que proviene de las ex­periencias espirituales: «La virtud no está en las aprehen­siones y sentimientos de Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que a este talle pueden sentir en sí; sino, por el contrario, está en lo que no sienten en sí, que es en mucha humildad y desprecio de sí y de todas sus co­sas -muy formado y sensible en el alma-, y gustar de que los demás sientan de él aquello mismo, no queriendo valer nada en corazón ajeno»36.
La persona auténticamente humilde no es consciente de su humildad; por eso, para practicar la humildad de forma verdaderamente humilde, necesitamos no contar con nuestros actos de humillación, ni apoyarnos en ellos, ni hacer de ellos nuestra riqueza. Sólo entonces tendre­mos la oportunidad de que, como consecuencia de esos actos, la humildad vaya creciendo realmente en nosotros.
El apego a los frutos de nuestros esfuerzos
Dios puede protegernos de la destructiva hidra del or­gullo espiritual ocultándonos los frutos de nuestra vida interior. Bienaventurada la persona a la que el Señor le muestra sólo y exclusivamente su miseria. Sin embargo, son pocas las personas capaces de soportar esta situa­ción. A pesar de esto hubo periodos en la vida de los santos en los que fueron privados completamente de la posibilidad de ver algún mérito propio.
Santa Teresita del Niño Jesús menciona uno de es­tos periodos en una conversación con su hermana Ce­lina: «Hasta los catorce años practiqué la virtud sin sen­tir su dulzura; no recogía los frutos: era mi alma como un árbol cuyas flores caen a medida que se abren. Ha­ced a Dios el sacrificio de no coger los frutos, es decir, de sentir durante toda vuestra vida repugnancia en su­frir, en ser humillada, en ver todas las flores de vues­tros buenos deseos y de vuestra buena voluntad caer en tierra sin producir nada. En un abrir y cerrar de ojos, en el momento de morir, Él hará madurar hermosos fru­tos en el árbol de vuestra alma»37.
En teoría sabemos que existe la vida futura, pero la realidad terrena se nos impone de una manera tan fuer­te que vivimos como si esa vida futura no existiera. Pen­sar que los frutos serán invisibles durante toda la vida y que madurarán únicamente en el momento de la muer­te, nos quita toda motivación natural para seguir traba­jando en nosotros mismos.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cuatro de cuatro

Uno de cuatro