Uno de cuatro

Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.
Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia

El mundo de los apoyos ilusorios
Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a solo Dios se debe, y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios,
se lo hurtamos».
San Juan de la Cruz, Doctor de la Iglesia (Obras Completas, Dichos de Luz y Amor, 115, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1993, 104).

¿En qué o en quién pones tu esperanza? ¿Con qué o con quién cuentas? Estas preguntas te llevan a descu­brir el problema de los apoyos.
La búsqueda de apoyos es uno de los motores prin­cipales de nuestro obrar. Esta tendencia es tan intensa, que podríamos denominarla acodicia de apoyos». No hay forma de librarnos de ella, porque la necesidad de se­guridad es una de las más fuertes del hombre y como consecuencia, la falta de apoyo provoca siempre sensa­ción de amenaza, de inseguridad y de miedo.
Precisamente por eso el hombre busca con tanta in­tensidad apoyos en la esfera material, poniendo su es­peranza en distintas formas de riqueza: en las cosas y en el dinero, en los ahorros y en los éxitos profesiona­les. Además, para algunos el apoyo psicológico que en­contramos en otras personas es más importante, por el simple hecho de que ponemos en ellas nuestra esperan­za, contamos con ellas.
Pero, esto que tanto deseamos y buscamos ¿no es en realidad una mera ilusión? Con esta búsqueda in­sistente de apoyos ¿no estaremos persiguiendo un es­pejismo que nos expone al peligro de heridas y decep­ciones, imposibilitando nuestra unión con Dios?
La tendencia humana a construir apoyos ilusorios es realmente asombrosa. Se necesita muy poco para que volvamos a crear una nueva visión del mundo, que con­firme nuestros planes y concepciones.
En definitiva, parece que no somos capaces de existir sin apoyos ilusorios. El hombre de poca fe no pue­de vivir sin ellos, pues no cree que Dios lo ama con toda su miseria, y por eso no es capaz de soportar la verdad: ni sobre sí mismo, ni sobre el mundo que le rodea. Al servicio de nuestro propio «yo»
El hombre, este ser ávido de ilusiones que llenen su co­razón inquieto, trata continuamente de buscar apoyo en aquello que se puede medir y tocar. De ahí que se es­fuerce tanto por crearse un sistema material de seguri­dad y por buscar la aceptación, el éxito y el desarrollo de sus posibilidades. Pero lo que desea en definitiva es afirmar su propio «yo», colocándolo en un pedestal y ele­vándolo al rango de ídolo. Un ídolo que exige el reco­nocimiento, la gloria y el servicio de los demás.
Los éxitos de los que nos apropiamos
Teóricamente aceptamos que todo depende de Dios, pero en la práctica lo olvidamos completamente. Sólo a la luz de la fe podemos ver que apoyarse en el dinero, en las cosas o en las leyes de la economía, así como en la buena salud o en las propias capacidades, puede con­vertirse en un espejismo, si olvidamos que es Dios quien se vale de todo ello y que son dones suyos que debe­mos utilizar de acuerdo con su designio creador.
El dinero que uno gana en el trabajo siempre crea una mayor o menor ilusión de seguridad. De hecho todo lo ne-cesario para vivir se puede comprar, así que es fácil con­vencerse de que cuanto más gane uno tanto más segu­ro estará. Dios quiere que aprendamos a pensar según categorías de fe. Por eso, tarde o temprano puede cues­tionar nuestros sentimientos de seguridad y de importan­cia, sentimientos que surgen a raíz del trabajo profesio­nal y del dinero que ganamos con él.
Frecuentemente adjudicamos los logros que alcanza­mos en el trabajo a nuestra competencia y habilidades. ¿Hemos pensado alguna vez que debemos todos nues­tros éxitos a la Misericordia de Dios? ¿Hemos pensado que es Jesucristo quien, por medio de su gracia, es el autor de todos nuestros logros?
Las dificultades que se convierten en ayuda
Mientras todo nos salga bien, vivimos en la ilusión de nuestras propias posibilidades. Cuando Dios comienza a ponerlas en duda, pueden aparecer fracasos en el tra­bajo provocados, por ejemplo, porque disminuye nues­tra habilidad intelectual o por problemas de salud. En­tonces podemos tener la impresión de que en nuestro trabajo todo comienza a derrumbarse. Pero cuanto más se derrumben los apoyos humanos, mayor es la oportu­nidad de que comencemos a entender el mundo de un modo nuevo, de que por fin nazca en nosotros una nue­va manera de pensar según categorías de fe.
Estas experiencias tienen por objeto desacostumbrar­nos de obtener el sentimiento de seguridad que nos ofre­cen el trabajo y el dinero que ganamos con él. Al poner en duda nuestras posibilidades humanas, Dios quiere mostrarnos que, sin renunciar a nuestro propio esfuer­zo, deberíamos contar sobre todo con Él.
Lo más importante es que queramos ver todas estas experiencias a la luz de la fe, sin ver en ellas algo que nos dificulta la vida, sino todo lo contrario algo que nos la facilita, porque nos empujan a los brazos de Cristo y hacen que nos dirijamos a Él pidiéndole ayuda. Enton­ces nuestro Señor puede intervenir y derramar sobre no­sotros su gracia, de la que nace el bien, que sin esas ex­periencias dolorosas nunca habría surgido. Así, el efecto de nuestro trabajo es incomparablemente mejor que aquel que podríamos alcanzar apoyándonos única­mente en nuestras propias fuerzas, trabajando con la convicción ilusoria de nuestras propias posibilidades. Gracias a esas situaciones llegamos a saber por expe­riencia que la eficacia de nuestras acciones es una gra­cia que Dios nos da gratuitamente, un milagro de su Mi­sericordia y no mérito nuestro.
Cuanto menos contemos con nosotros mismos en el trabajo profesional, mayor posibilidad tendremos de que Dios intervenga en nuestra vida, de que Él, a través de nuestras manos, pueda realizar su voluntad.
Para nuestra propia gloria
Por otra parte, ¿no pensamos también que la salud y la buena condición física son algo natural y propiedad nuestra? ¿No olvidamos que son un don y además muy efímero? De hecho es Dios quien nos obsequia con la salud, por eso deberíamos recibir su gracia con gratitud y aprovecharla como un apoyo que Él nos da para su mayor honra y gloria.
Si lo olvidamos, solemos desperdiciar los años en los que tenemos buena salud, malgastando una enorme par­te de nuestra vida buscando nuestra propia voluntad y viviendo como si nosotros fuéramos dioses, como si fué­ramos eternos.
Llegará un día en que se terminará la gracia vincula­da a la salud y a la destreza física. Sólo entonces nos daremos cuenta con tristeza de cuántas ocasiones tuvi­mos en la vida para cumplir la voluntad de Dios y co­operar cada día con su gracia.
Cuando cuidamos nuestra salud, y buscamos el de­sarrollo de nuestras capacidades o de los bienes mate­riales, con frecuencia estamos convencidos de que que­remos servir a Dios con ellos. Pero, mientras nuestro vínculo con Cristo, por nuestro mal, no sea lo suficien­temente profundo, nos serviremos de ellos para gloria de Dios sólo de forma aparente. En realidad buscamos en todo nuestra propia gloria. San Alberto Chmielowski2 probablemente era consciente de este peligro cuando renunció al éxito económico que le ofrecía su pintura para atender las necesidades de sus pobres. De esta manera eligió un trabajo exclusivamente para gloria de Dios.
Después de todo, puede suceder que Dios no nos permita utilizar el dinero, las capacidades o la habilidad física ni siquiera para buenos fines, protegiéndonos así de la búsqueda hipócrita de nuestra propia gloria en sus obras.
Como el joven rico
Imaginemos que hoy se presentara Jesús ante nosotros y nos hablara como lo hizo al joven rico: «Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Mt 19,21). ¿Cómo debemos entender esta llamada teniendo presente que el objetivo de nuestra vida es la unión con el Señor?
Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres... Pa­rece que estas palabras nos exhortan claramente a de­jar todos los bienes, a desprendernos de ellos por Jesús. ¿Somos capaces de hacerlo? E incluso si en un gesto heroico lo realizáramos, ¿no crecería desastrosamente nuestro orgullo?
¿Podemos aceptar literalmente esta llamada siendo conscientes de nuestros límites y viendo nuestra mise­ria espiritual?3. ¿Podemos responder a ella intentando desprendernos de todos nuestros apoyos materiales?
Ciertamente no.
Una persona humilde sabe que hay que ser santo para entregarlo todo y no crecer en el orgullo que impide se­guir a Jesús. En lugar de intentar desprenderse heroica­mente de todos sus apoyos, dice más bien: Señor, Tú sa­bes que soy esclavo de lo que poseo: «soy de carne, vendido al poder del pecado» (Rom 7,14). No soy capaz de entregar nada, ni lo más mínimo, porque soy esclavo de todo ello. Pero Tú lo puedes todo, por eso te pido que me concedas las gracias necesa­rias para seguirte.
Perder o acumular
Así pues, lo más importante no es actuar heroicamente sino tomar una decisión ante la llamada de Dios. ¿Hacia dónde te quieres dirigir? ¿Quieres perder o acumular?
La decisión de seguir a Jesús significa aceptar perder esas cosas que son un apoyo para ti, para en su lugar ganar apoyo en el Señor. Él no quiere que hoy mismo pierdas todo en un instante, sólo quiere que aceptes per­der continuamente, y esto puede durar años, incluso hasta la muerte. Si no quieres perder, si pretendes acumular apoyos y multiplicar tus posesiones, tendrás que mar­charte entristecido, como el joven rico.
La pérdida de los apoyos no es algo que se realiza de una vez. La llamada a seguir a Cristo y a perderlo todo por su amor es el camino a la santidad y dura muchos años, es el proceso de crecimiento en la comunión con Je­sús. También es importante que a veces nos decidamos a dar algo, aunque sea poco, pero es mejor no ilusio­narnos creyendo que somos capaces de renunciar a todo por Dios en un instante. Si de verdad estuviéramos lle­nos de amor por Él, hace ya tiempo que lo hubiéramos hecho. Una decisión en un momento dado, e incluso los actos concretos, si no están apoyados en la humildad, generan orgullo. Es decir, en realidad nos alejan de la comunión con Jesús, que exige ante todo humildad. Sin un amor humilde a Jesús, convertirse en pobre es sólo una abstracción irreal.
No hay que correr a la santidad más rápido de lo que Dios quiere. Él, que conoce nuestra flaqueza y fragilidad, nunca nos coloca en una prueba de fe demasiado difí­cil. Se trata de que veamos en la pobreza una oportuni­dad de llenarnos con la riqueza del amor de Jesús y que aceptando perder, cooperemos con la gracia que nos purifica. En este proceso tan arduo y largo es necesaria la paciencia, la perseverancia y la virtud de la longani­midad4.
Cristo vive en comunión con nosotros en la medida en la que no vivamos en «comunión» con el sistema de seguridades que nos ofrece el espíritu de este mundo, que siempre es destructivo y puede conducirnos a la condenación.
De modo que si Jesús se presentara hoy ante noso­tros y nos dirigiera las palabras que el joven rico escu­chó una vez, tendríamos que confesarle con humildad nuestra esclavitud, pero también nuestro deseo de que­rer perder con alegría todos los apoyos ilusorios: perder en comunión con Jesús, apoyados en su amor.Donde está tu tesoro, allí también está tu corazón
La falta de fe hace que no busquemos apoyo en Dios, sino en las cosas de este mundo. Cada cosa, asunto o idea a los que entregamos nuestro corazón se convier­ten fácilmente en nuestro tesoro y apoyo.
El culto al becerro de oro
Todo, absolutamente todo puede convertirse en un ídolo al que adorar y por lo tanto en un apoyo. Puede ser la casa que cuidamos como si fuera una persona amada, embelleciéndola continuamente, nuestra propia empre­sa, la escuela que con gran empeño dirigimos, o cual­quier otro trabajo que tratamos como si valiera la pena desgastarse, vivir e incluso morir por él.
Jesús, nuestro Señor, dijo: «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21). Estas palabras de­finen claramente la relación del hombre con lo que po­see. Si alguna cosa o asunto absorbe tanto nuestra aten­ción que nos oculta a Dios y su voluntad, si se convierte en un apoyo y en un fin en sí mismo, porque vinculamos a él nuestros planes y sueños, entonces ponemos nuestro co­razón en una cosa material, que es «algo» y no «alguien».Cuando los israelitas no pudieron esperar el regreso de Moisés, que conversaba con Yahvé en el monte Sinaí, fundieron en metal la estatua de un ídolo y le rin­dieron culto. Al adorar al becerro de oro, pusieron su corazón en un objeto muerto, que había sido producto de sus propias manos.
¿No percibimos en nuestra vida síntomas de un «cul­to» semejante? ¿No hay en ella ideas, asuntos o cosas por las que estamos dispuestos no sólo a vivir sino in­cluso a morir?
Para qué sirven las cosas de este mundo
Dios Padre ha creado el mundo para que lo utilicemos «a su mayor gloria»5. Quiere que las cosas de este mun­do estén al servicio de nuestra santificación, que tenga­mos hacia ellas la distancia conveniente, para que no nos apoyemos en ellas y las tratemos como instrumen­tos y no como un fin en sí mismas.
Hemos de aprovechar todo de forma justa, es decir, de acuerdo con el plan de Dios. La casa, el trabajo profe­sional, incluso nuestro empeño en los asuntos de la Igle­sia, los buenos propósitos y los planes apostólicos son sólo medios que Dios nos da, para que podamos apoyar­nos y unirnos a Él más profundamente.
El corazón del hombre que está unido a Dios, aferra­do a su voluntad, trata de forma adecuada los medios que sirven a la unión con Él, es decir como objetos. En caso contrario puede suceder que comencemos a usar las cosas como si fueran personas y a las personas como si fueran cosas.
Cuando la casa o el trabajo son apoyos que nos es­clavizan, a menudo instrumentalizamos a las personas convirtiéndolas en simples medios para realizar nuestros planes. Esto es profundamente antievangélico, ya que el hombre por quien Cristo murió, como templo de Dios que es, siempre es digno de respeto. Jesús dijo: «Cuan­to hicisteis a unos de estos hermanos míos más peque­ños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Dios se opone a la idolatría
¡Cómo podemos unirnos a Dios si servimos a las rique­zas! El recipiente del alma rebosante de cosas y proyec­tos no puede recibir al Huésped divino. Es como si in­vitáramos a alguien a pasar a una habitación, cuya puerta está obstruida con un gran número de muebles, y nos sorprendiéramos de que no entrara.
La Sagrada Escritura dice que nuestro Dios es un Dios celoso (cf Éx 20,5; Dt 5,9). Cometemos adulterio cuan­do nos involucramos emocionalmente con las cosas de este mundo, apoyándonos en ellas e idolatrándolas. Nuestro Señor, celoso por el corazón del hombre, tarde o temprano se opone a esto y puede golpear a nuestro ídolo, como las manos de Moisés golpearon el becerro de oro y lo destruyeron. Entonces podríamos perder la casa que se ha convertido para nosotros en un ídolo, el trabajo que llena nuestros corazones e incluso las obras de la Iglesia que nos absorben.
Nuestros corazones han sido creados para Dios y sólo para Él. ¿Vale la pena entregarle nuestro corazón a una cosa, que es sólo un medio, que hoy está y que mañana puede dejar de existir? ¿No es mejor utilizarla para mayor gloria de Dios y para nuestra unión con Él?
Lo mejor sería ocuparse de todo con el empeño que Jesús espera de nosotros, sabiendo que mañana todo podría sernos arrebatado6. Y si así sucediera, dejar cada cosa tal como Él quiere, no preocupándonos más por ella.
En la viña del Señor
Si miráramos el mundo con los ojos de la fe, descubri­ríamos que es la gran viña del Señor, y nosotros los jor­naleros que Dios contrata; y que reciben de Él tanto el trabajo como el justo salario.
Deberíamos esforzarnos sobre todo para que nuestro trabajo agradase a Dios y no a los hombres y para que fuese nuestra respuesta a los planes que Él tiene para nosotros. Tenemos que realizar nuestras ocupaciones de acuerdo con la intención del Dueño de la viña. Enton­ces ellas nos santificarán, se convertirán en un camino de unión con el Redentor.
Cuando trabajamos para cumplir la voluntad de Dios, podemos obtener la aprobación de la gente o sufrir la crítica y la incomprensión. Ni siquiera la pérdida del tra­bajo debería tener para nosotros mayor importancia, porque, de hecho, no es la gente la que nos da trabajo, sino Dios y Él puede quitárnoslo, igual que puede qui­tarnos la vida, en cualquier momento. El desempleo o la búsqueda de trabajo sin resultado también puede san­tificarnos, si vemos en esta experiencia la presencia de Dios, que reina sobre todo.
Si no buscamos la voluntad de Dios, el trabajo pue­de destruirnos interiormente, orientándonos hacia el «te­ner» a costa de nuestro «ser» para Cristo. Por eso, si nos ocupa demasiado tiempo y nuestro salario es mayor que nuestras necesidades es importante que nos pregunte­mos acerca de la voluntad de Dios. Tal vez Dios no quie­re que trabajemos tanto.
Poniéndonos en la verdad ante Dios, sería bueno re­conocer que con frecuencia trabajamos con la idea de merecer la aprobación humana y que precisamente por eso en nuestra vida hay tanto estrés, tensión y miedo. Pues de hecho buscar apoyo en el trabajo es poner nuestra esperanza en algo que en cada momento pue­de dejar de existir, porque como enseña la Revelación, el mundo entero con su apariencia pasa (cf ICor 7,31).
Descansando con el Señor
El tiempo de trabajo y el de descanso nos son dados para que profundicemos continuamente nuestro víncu­lo con Dios y encontremos apoyo en Él. Si vemos a Dios y buscamos su voluntad en todo lo que Él nos obsequia, también el tiempo para descansar fortalecerá nuestra fe en su Presencia llena de amor.
Ante el televisor, muy rara vez pensamos en la pre­sencia de Dios relacionada también con este don. Pero de hecho es Dios quien permitió que se construyeran este tipo de aparatos y que los utilicemos, a pesar de que casi siempre los usemos mal. Él espera que también estos dones nos muevan a salir al encuentro de su vo­luntad. Cuando lo que vemos en el cine, en el teatro o en la televisión, muestra el pecado y presenta, aún indi­rectamente, el mal que se realiza en el mundo, ¿no nos está llamando Dios a pedir su Misericordia para el mun­do? De hecho Él, al hablarnos a través de los medios de comunicación o de las obras de arte, espera que susci­ten en nosotros una reflexión más profunda.
¿Nuestra forma de pasar el tiempo libre no esta ligada a un cierto extravío y cerrazón a la voluntad de Dios, ha­ciendo que no nos interesemos por las necesidades psíqui­cas y espirituales de nuestros prójimos? Se trata en efecto de buscar, también durante el tiempo libre, el mensaje de Dios que viene a nosotros a través de las imágenes de los acontecimientos que vemos y de compartir con los demás la voluntad de Dios que contienen. Este mensaje de Dios, debería llegar a ser un apoyo para nosotros y nuestros pró­jimos. Pasar de esta forma juntos el tiempo libre, nos per­mite no sólo profundizar los lazos humanos, sino lo que es más importante, descubrir el camino hacia Dios.
Tanto en el trabajo como en el descanso, en las obras emprendidas para la Iglesia o en cada tarea que realiza­mos, sólo hay una cosa importante: Dios y tú7, que lo eli­jas a Él y que desees la unión con Él. Dios te da todas las cosas de este mundo para que las utilices en tu ca­mino a la santidad: para que llegues a la unión transfor­mante con Aquel que te ama infinitamente.El espejismo de la riqueza
La luz ilusoria del amor humano que nos empeñamos en seguir, puede dirigirnos no sólo hacia las personas sino también hacia aquellas cosas, con las que busca­mos ser «alguien» ante nuestros propios ojos o ante los ojos de los demás.
Durante las purificaciones de la noche oscura8, Diosnos mostrará lo ilusorios que son todos los apoyos hu­manos, tanto en lo psicológico como en lo material. El proceso de desenmascaramiento de nuestras ilusiones es imprescindible. Sin la experiencia de esta verdad y su re­conocimiento auténtico viviríamos siempre de ilusiones e intentaríamos obtener apoyos humanos, concentran­do nuestra atención y nuestro corazón en «tener». Todo esto sucede siempre a costa de nuestro «ser», cuyo fin último es «ser» en Cristo, es decir, que Cristo viva en no­sotros.
Lo que realmente necesitamos
A medida que Dios con su gracia penetra con más fuer­za en nuestra vida, vamos viendo más claramente, con­forme al Evangelio, que no podemos conciliar servir a Dios y a las riquezas. Jesús dijo: «Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Le 16,13). Y no sólo vive para ellas quien acumula egoístamente grandes ri­quezas, sino también aquel que las desea para construir su sentimiento de seguridad y conseguir superioridad y cierto tipo de dominio sobre los demás.
A los israelitas que peregrinaban por el desierto ha­cia la Tierra Prometida, no les faltaba nada de lo nece­sario para vivir. No tenían que preocuparse por el ma­ñana, ya que Dios mismo se ocupaba de ellos. Si les sometió a pruebas de hambre y de sed no era para des­truirlos. Las experiencias difíciles liberarían al pueblo ele­gido de los ídolos y le enseñarían a abandonarse en el único Dios.
Algo parecido ocurre en nuestra vida. Dios no quiere que vivamos en la miseria, quiere darnos todo lo que necesitamos. El problema está en la valoración de lo que realmente necesitamos. Tenemos pretensiones materiales, que hacen que la idea de un nivel de vida digno se va­lore constantemente. Aumentamos nuestras expectativas y queriendo apoyarnos en ios bienes materiales, sucum­bimos fácilmente a una escalada oculta de pretensiones.
Cuando, por ejemplo, podemos cambiar el automóvil por uno mejor, llegamos a la conclusión de que tener un buen coche es algo justo. Si ya tenemos un piso grande para vivir, consideramos necesario construirnos una casa mayor. Y si Dios comienza a oponerse a ello y nos impi­de realizar nuestras nuevas pretensiones, ya sea a tra­vés de dificultades en el trabajo, por problemas de sa­lud, o de cualquier otra forma, llegamos incluso a considerarnos víctimas.
Sin embargo nuestro Padre Celestial sólo está apar­tando lo que puede ser un obstáculo en nuestro cami­no a la salvación9. Él nos ama y es quien mejor conoce lo que necesitamos.
Si al abandonarnos en Dios, aceptáramos todos los despojamientos con gratitud y viéramos en ellos un don divino, comenzarían a realizarse progresivamente en nuestra vida las palabras de Cristo, nuestro Señor: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).
Acumular reservas
Dios quiso que los israelitas que peregrinaban hacia la Tierra Prometida recogieran el maná necesario para cada día. Quien recogía más, podía ver rápidamente cómo sus reservas se pudrían.
¿Para qué sirven los ahorros? ¿No son acaso un «acu­mular maná», un sistema ilusorio de seguridad cuyo fin es evitar... abandonarnos en Dios y en su voluntad? El que tiene reservas se apoya en ellas, así es la naturale­za humana, que, al no querer apoyarse en la fe, busca ilusiones para vivir. En cambio al no tener reservas, es­tamos obligados a vivir el día a día y por necesidad nos apoyamos más en Dios. Entonces podemos conocer mejor cómo es su amor y su solicitud por nuestras ne­cesidades cotidianas. Al mismo tiempo vemos lo frágil y débil que es nuestra fe, que no es capaz de protegernos del miedo y de la inquietud por el futuro.
Cuando poco a poco comencemos a perder los apo­yos ilusorios, que hasta ahora eran nuestra seguridad principal, nos convenceremos de que no necesitamos ni tantas cosas ni tantas reservas. Veremos que el hombre llega a ser mucho más feliz cuanto más pobre es10.
Jesús dijo: «Quien pierda su vida por mí, ese la salva­rá» (Le 9,24). Este es el horizonte del camino a la santi­dad, perder todos los apoyos por Cristo, todo lo que para nosotros tiene algún valor. Pero nosotros tembla­mos ante la sola idea de que por Él tengamos que dis­minuir nuestro nivel de vida o renunciar siquiera a una parte de lo que poseemos.
Qué difícil es para el rico el camino hacia el Reino...
Quien desee reconocer su dependencia de Dios en todo, tendrá que aceptar inevitablemente la pobreza material. De otra manera su dependencia será sólo teórica.
¿Qué posibilidades tienen nuestros hijos de aprender a vivir el Evangelio día a día si nosotros no les damos tes­timonio de esa actitud? Ninguna de nuestras palabras so­bre el valor de la vida interior tendrán efecto educativo alguno si el dinero, el alto nivel de vida y la comodidad se convierten en un apoyo elevado al rango de ídolo.
Incluso si nuestro nivel espiritual fuera tal, que aun nadando en la abundancia y viviendo en una casa con­fortable no nos apegáramos a ello, ¿quién nos garantiza que también nuestros hijos van a estar desapegados? ¿Quién nos garantiza que no van a sentirse mejores que otros niños más pobres?
La presión social respecto a los apoyos materiales es tan grande que, si los padres no dan un claro testimo­nio de cómo hay que vivir, ninguna conversación mora­lizante bastará para que los hijos la puedan resistir.
Si con nuestra actitud mostramos que el dinero es más importante que los bienes sobrenaturales, nuestros hijos rechazarán cuanto les digamos sobre cómo vivir el Evangelio, a más tardar durante su adolescencia. Y es mejor no engañarse pensando que ellos no ven cómo vivimos realmente y en qué nos apoyamos.
El dinero no se nos da para que crezcamos en el or­gullo de poseer, nos apoyemos en él y vivamos en el lujo. El dinero no es nuestro, Dios es su único dueño, y de­sea que lo administremos con prudencia y lo multiplique­mos, como los talentos bíblicos. Pero a la luz de la fe eso no significa duplicar o triplicar el estado de nuestra cuenta, sino cumplir con lo que Él planeó al ponerlo en nuestras manos. Entonces, su verdadera multiplicación puede significar incluso repartir todo lo que tenemos.
Al ver la situación material de nuestra familia debe­ríamos tener siempre en cuenta la meta principal de nuestra vida. Esta meta es la santidad: la nuestra y la de nuestros hijos. Si pensamos seriamente en la santidad, el dinero debe convertirse para nosotros en basura, que tiene valor sólo en la medida en la que nos servimos de él conforme a la voluntad de Dios11.
Pero como esto no es fácil, sólo nos queda tratar de ponernos en la verdad delante del Señor reconociendo nuestra esclavitud. Y después agradecer a Jesús con hu­mildad que, precisamente siendo como somos, nos ama y se quiere unir a nosotros.
De este modo, en algún momento nacerá en nosotros una mayor o menor certeza de que en realidad esto es así, y Jesús podrá unirse a nosotros en cierto grado. En­tonces todo puede comenzar a cambiar si Él mismo, en nosotros, mira el mundo y a las personas de manera di­ferente. Su Presencia nos liberará en ese momento de todas nuestras preocupaciones. El problema de huir de nosotros mismos y de la presencia de Dios en la oración desaparecerá, porque Él mismo se preocupará por no­sotros y orará en nosotros. Y desaparecerá también el problema de desear los apoyos temporales, porque El será en nosotros el único apoyo.El problema de los apoyos en el matrimonio
El cónyuge suele ser para los casados el apoyo psíqui­co más importante. Los jóvenes ya en la etapa en la que buscan una persona más cercana, desean consciente o inconscientemente encontrar a alguien en quien poder apoyarse. Y aunque hombres y mujeres entienden este apoyo de forma diferente lo buscan con idéntico afán.
La fascinación y la pérdida de ilusiones
A la mujer le interesa sobre todo el apoyo psicológico: quiere tener a alguien bondadoso que la comprenda y la cuide. A esta sed de amor, oculta en el fondo de su corazón, sólo Dios puede responder plenamente. Sin embargo a Él no se le puede percibir, y la naturaleza hu­mana necesita personas concretas. Por eso la mujer de alguna manera encarna esa necesidad en su marido.
Los hombres reaccionan de un modo algo diferente, aunque también llevan profundamente enraizado el de­seo de apoyarse en alguien a quien poder cuidar y de quien recibir cuidados.
Durante el noviazgo, los jóvenes suelen rendirse a la mutua fascinación. Temen perder el afecto de la perso-na elegida, y por eso multiplican sus esfuerzos para, en la medida de lo posible, respetar mutuamente su egoís­mo y satisfacer sus necesidades. Aunque para los cre­yentes Dios es más importante que los caprichos del novio o de la novia, sin embargo tropiezan en esto.
La etapa de la fascinación, del encanto mutuo, de la alegría de estar juntos, y de los planes maravillosos para el futuro suele prolongarse todavía algún tiempo después del matrimonio. Dos personas se adoran mutuamente, y Dios pasa a un segundo plano en su vida.
Después de algún tiempo de vivir de ilusiones, basa­das en gran medida en los sentimientos y emociones, marido y mujer comienzan a verse a sí mismos y a mirar sus relaciones mutuas más en la verdad. Entonces per­ciben defectos que antes no veían: egoísmo, egocentris­mo, orgullo, codicia, etc.
Toda pérdida de las ilusiones matrimoniales implica sufrimiento, pero en el camino a la santidad, este es un don incalculable. Cuanto menor apoyo mutuo encuen­tren los cónyuges entre sí, tanto mayor será la oportu­nidad de que empiecen a necesitar a Cristo, para encon­trar en Él su único apoyo.


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