Dos de cuatro
La idolatría en el matrimonio
En este tiempo difícil en que se pierden los apoyos conyugales y se desvanecen los sueños irreales, la ayuda de un confesor experimentado tiene un gran valor. Gracias a él, los esposos pueden comprender que aunque en el sacramento del matrimonio «ya no son dos sino uno», esto de ninguna manera significa que, olvidándose de Dios en la práctica, hayan de convertirse en ídolos el uno para el otro. Dios desea que busquen la unidad, pero en el camino a la unión con Él, de quien cada uno de los cónyuges ha de enamorarse como del único amor de su vida. Así que cada uno por separado debe, en cierto sentido, desposarse con Dios. Todo en la vida, también la vida matrimonial12, conduce y prepara a ello.
Pero con frecuencia el marido trata a su mujer como un ídolo y satisface todos sus caprichos. La mujer, por su parte, también puede sucumbir fácilmente a la tentación de complacer el egoísmo del esposo, bajo la apariencia de amor conyugal. En cada persona hay tanta vanidad que quien es admirado está expuesto a la autocomplacencia, a la satisfacción de sí mismo. A su vez quien idolatra a la otra persona, ofende a Cristo que habita en ella y en cierto sentido peca contra el primer mandamiento.
El esposo y la esposa deberían ser buenos el uno con el otro, sin embargo, huir en busca de sustitutos de la felicidad es como un veneno, conduce a diversos abusos y desviaciones, produce amargura, malestar y vacío. Cerrándose a Dios, dos personas no son capaces de hacer que su vida sea feliz ni de darle sentido.
El verdadero amor matrimonial
Amar al cónyuge no consiste en admirarlo y adorarlo, rindiéndole un homenaje casi divino. Eso no es amor. Amar al esposo o a la esposa significa ver a Cristo en él o en ella, descubrir en su rostro el rostro del Redentor, y al mismo tiempo aceptar lo mejor posible toda la verdad sobre su humanidad.
Quien busca el amor verdadero, trata de ver a su cónyuge a la luz de la fe, como Dios lo ve. Uno debería preguntarse cómo ama Dios a su esposo o a su esposa y procurar tratarlo de manera semejante.
El amor así entendido puede expresarse de diferentes formas, aunque no siempre sea bien recibido por el egoísmo de la otra persona. Es importante entender que, cuando tratamos de imitar a Dios en nuestra actitud hacia el cónyuge, aunque le causemos dolor, en realidad no le hacemos daño.
Para que la carga se vuelva ligera
Adoptar en la vida diaria esta actitud de fe ante el marido o la mujer puede resultar enormemente difícil. Muchas veces ni siquiera seremos capaces de ver al cónyuge tal como pensamos que Dios lo ve. Recordemos entonces que lo importante sobre todo es intentarlo y no la frecuencia con que lo logramos. ¿Recurrimos a Dios con humildad para que nos dé la gracia de ver con sus ojos a nuestro cónyuge como Él lo ve? ¿Le suplicamos que viva en nosotros y que Él mismo se sirva de nosotros como instrumentos de su amor para con el otro?
En este punto es muy importante reconocer sinceramente la verdad. ¡No tengamos miedo de reconocer ante Dios que ni sabemos amarle adecuadamente, ni a nuestro cónyuge, ni a nosotros mismos! El reconocimiento de esta verdad unido a la certeza de que Jesús nos ama, nos ayudará a aceptar el propio mal y el del otro, y nos ayudará a ver nuestra familia a la luz de la fe.
De este modo se hacen menos penosas todas esas situaciones dolorosas en las que Dios nos quita la ilusión de que podemos encontrar apoyo en el esposo o en la esposa en vez de buscarlo en Él mismo. El «yugo matrimonial» se vuelve menos amargo y la carga menos pesada, como sucede siempre que son el yugo y la carga de Cristo.
Si el matrimonio nos resulta amargo e insoportable tan a menudo, es tal vez porque nos añadimos cargas que Jesús no dispuso para nosotros, pesos que son consecuencia del orgullo y de la cerrazón a su voluntad.
La familia como apoyo
Aunque teóricamente sabemos que el matrimonio y la familia son un camino a la santidad, en la práctica, en lugar de ver a nuestra familia a la luz de la fe, solemos verla de una forma meramente humana. De ahí que al elegir el camino de la vida matrimonial nos guiamos simplemente por el deseo de encontrar apoyo en personas cercanas, vinculadas a nosotros por lazos de sangre.
El deseo de complementarse
Normalmente los esposos desean ser padres y ven en esto el complemento natural de su amor. Sin embargo, cuando nace el primer hijo su relación cambia, ya que el marido tiene que aceptar la aparición de una nueva persona, que tiene un derecho especial a los sentimientos de su mujer.
La mujer desea tener un hijo y lo trata como a una parte de sí misma. Tiene la esperanza de que dará sentido a su vida y de que llenará su vacío y su soledad. Con mucha frecuencia la mujer desea que su hijo la complemente, que le dé algo que su propio marido no ha sido capaz de darle.Generalmente esto se logra, por lo menos al principio. El hijo, estrechamente vinculado a su madre, responde plenamente a sus sentimientos, y la madre se vincula a él con una fuerza aún mayor. Sin embargo, esta pretensión egoísta de ser complementada por su hijo, no es expresión de verdadero amor.
El verdadero amor se expresa saliendo al encuentro de las necesidades de la otra persona, para complementarla en lo que para ella es lo más valioso. Es un deseo de hacer plenamente feliz a la persona amada y no de hacerse feliz a uno mismo sirviéndose de ella13.
Obviamente la madre desea entregarse a su hijo y servirle, sin embargo espera de él reciprocidad. Y la recibe: el hijo corresponde al amor con su sonrisa, su mirada, con sus gestos, y esto es para la madre el mejor premio. En esta situación es muy fácil empezar a apoyarse en el hijo como en un ídolo. Es muy fácil olvidar que Dios es nuestro único apoyo, y que a parte de Él no tenemos a nadie que nos ame con amor pleno y verdadero.
«No es como yo quisiera»
Podemos convencernos de que los padres queremos que nuestro hijo sea un apoyo para nosotros cuando, por primera vez, él no corresponde a nuestro amor. Las primeras desilusiones surgen al experimentar que nuestras esperanzas resultaron ser espejismos que se desvanecen ante nuestros ojos como un castillo de naipes. Esto nos produce dolor y sufrimiento pues nuestro hijo no es como quisiéramos que fuera.
Con frecuencia tenemos expectativas muy concretas respecto a nuestros hijos; y estas dependen de cómo somos en la esfera física, psíquica y espiritual. Por regla general no aceptamos en los demás, y especialmente en nuestros hijos, lo que no toleramos en nosotros mismos, en cambio les permitimos lo que en nosotros podemos aceptar. Por tanto, al desear que nuestros hijos sean la encarnación de nuestras ideas y deseos, de nuestra visión de la persona, nos apoyamos en una concepción muy subjetiva de la educación.
Pero de hecho, amar a un hijo es desear cuidarle conforme al designio del Creador y no al nuestro. Los padres deben ser meros instrumentos en la realización de la voluntad de Dios respecto de sus hijos, o mejor dicho, de los hijos de Dios que ellos cuidan aquí en la tierra.
En la práctica se olvida muy a menudo este principio; los padres no respetan la voluntad de Dios, y quieren que sus hijos respondan a sus propias expectativas. Cuando sus hijos no las satisfacen, sufren dolorosas desilusiones. Con frecuencia les fuerzan a adaptarse a sus sueños y planes. Pero el amor no consiste en autorrealizarse con ayuda del hijo, sino en ayudarle a alcanzar su propia plenitud.
Las rebeldías en la etapa de la adolescencia
Con la llegada de la adolescencia los hijos buscan con afán su propia identidad y su irrepetible camino de vida. Es el tiempo de las primeras rebeldías, que son en esencia una protesta contra las expectativas egoístas de los padres que quieren, con ayuda de sus hijos, buscarse a sí mismos y alimentar sus ilusiones. La rebeldía de los hijos será más dramática cuanto más fuertemente se hayan apoyado en ellos.
Todo esto provoca numerosos conflictos violentos y mucho sufrimiento, sin embargo es una valiosa gracia que purifica la relación entre padres e hijos. Estas rebeldías deberían ayudar a los padres a ser conscientes de que el hijo tiene derecho a su propio camino, del cual no se pueden apropiar.
Si como padres quisiéramos apoyarnos de verdad en Dios, trataríamos de transmitir a nuestros hijos aquello que es más importante para ellos. Desearíamos, sobre todo, que creyesen que son amados por Dios, siempre e incondicionalmente, con independencia de que tengan éxitos o fracasos.
Pero, ¿cómo reaccionamos ante los fracasos en la vida de nuestros hijos? Normalmente no los aceptamos, porque tampoco aceptamos nuestras propias derrotas. Por eso, al hijo que ha tenido un fracaso no le mostramos el amor que necesita y anhela.
De hecho todo hombre desea ser amado por sí mismo, sin que se le tenga en cuenta el mal que hay en él ni sus caídas. Todos deseamos este amor único, pleno y verdadero, que Dios nos da. Por eso, cuando el hijo no lo recibe a través de sus padres, se rebela y protesta, llegando a veces muy lejos.
Mientras los padres se apoyen en su hijo, le estarán paralizando con sus expectativas. La única salvación está en que busquen apoyo en Dios y emprendan la lucha para que el hijo crea que es amado gratuitamente por su Padre del Cielo. De este modo aprenderá a levantarse rápidamente de sus caídas y a entablar un diálogo sincero con su Creador, escuchándolo atentamente. Entonces buscará la voluntad de Dios y le será obediente.
El apoyo en los hijos mayores y en los nietos
La tendencia a apoyarse ilusoriamente en los hijos no disminuye por sí misma ni siquiera cuando se hacen adultos. En esta etapa, esta tendencia de los padres puede expresarse en el deseo de que los hijos ya mayores les involucren en todos sus asuntos y compartan con ellos su vida. Pero el hijo debe hacer partícipe de su vida sólo a Dios, su Creador y único Padre.
Cuando los hijos son ya mayores y los padres se quedan solos, el deseo de apoyarse en ellos suele extenderse a los nietos. Esto conduce inevitablemente a nuevos conflictos y sufrimientos, pues de hecho son los padres y no los abuelos los que tienen la responsabilidad de educar a los hijos.
Si como abuelos realmente deseáramos que nuestro nieto se enamorara de Dios, que Él fuera su único apoyo, y la voluntad de Dios su único alimento, no contaríamos con que ese niño nos complementara. Lucharíamos sólo por una cosa, porque él se realizara sobre todo en lo que es más importante: en su relación con Dios Padre.
Lo mejor sería que educáramos a los hijos para amar a Dios que es tanto Padre como Madre y que les encamináramos a amar la voluntad del Creador de tal manera que se despertara en ellos el mismo deseo que tuvo el Salvador mientras vivió en la tierra: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). La meta no es que el hijo cumpla la voluntad de sus padres de la tierra, sino sólo la voluntad del Padre Celestial.
Si realmente sucediera así, nuestra situación como padres sería ideal: nuestros hijos se convertirían en instrumentos en las manos de Dios. Además, nosotros no contaríamos ya con ellos, ni buscaríamos en ellos un falso apoyo, y todas nuestras expectativas se dirigirían hacia el Creador. Entonces, Él mismo podría ocuparse de nosotros a través de nuestros hijos, de otras personas, o de los acontecimientos.
Cada uno de nosotros tiene a Dios por Padre. Si nos abrimos a esta verdad, el cumplimiento de la voluntad de Dios se convertirá también en nuestro alimento. Así daremos con nuestra vida el mejor testimonio a nuestros hijos y nietos.
Si los padres, los educadores y todos aquellos a quienes se confía el destino de otras personas no creen ni esperan que se hagan realidad los planes de Dios, limitan enormemente los designios divinos. Si no son capaces de mirar más allá de los acontecimientos y esperar lo que todavía no ha sucedido, de nada servirá el mero sentido práctico de su obrar. Es verdad que cada asunto tiene también su aspecto práctico, pero esto no significa nada sin la dimensión sobrenatural.
Dios quiere que aguardemos con esperanza que se hagan realidad los planes que Él tiene para nosotros y para quienes nos rodean. Deberíamos ver a nuestros familiares, incluso a los que consideramos demasiado alejados de la fe, tal como Dios en su bondad los ve. Y Él los ve ya como santos; aunque tal vez se conviertan dentro de un año, de diez o, como el Buen Ladrón, en el momento de la muerte. La mejor manera de ayudarles en su camino de conversión es no contar con ellos, sino apoyarnos en el proyecto que Dios tiene para cada una de esas personas.
Es importante buscar apoyo en una espera llena de esperanza de algo que todavía no ha sucedido, pero que, como creemos profundamente, está en los planes de Dios y cuya realización depende de nuestra cooperación con la gracia. De esta forma las consecuencias de apoyarnos en Dios pueden ser de provecho también para los demás.Cuando se derrumban los falsos apoyos
¡A¿i! ¿De modo que queréis poseer riquezas, tener posesiones? Apoyarse en eso es apoyarse en un hierro ardiente, queda siempre una pequeña marca. Es necesario no apoyarse en nada, ni siquiera en lo que puede ayudar a la piedad.
La nada, en verdad, consiste en no tener ni deseo ni esperanza de alegría.
¡Que dichoso es uno entonces!
Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia
(Consejos y Recuerdos, Monte Carmelo, Burgos 1957, 33).
¿Es posible que el hombre, ese ser que continuamente fabrica ilusiones que, al parecer, le permiten vivir, no llegue a encontrar nunca un apoyo verdadero? La fe nos enseña que sólo Dios lo es. Por eso, mientras el corazón del hombre no se apoye exclusivamente en Él, tiene que experimentar sufrimientos relacionados con el derrumbamiento de sus ilusiones y con la lucha por evitar los apoyos humanos. La meta de nuestra vida es permitir a Cristo que se adueñe de nosotros y que se vuelva todo para nosotros14.
La engañosa luz del amor humano
La vida del hombre es una continua búsqueda del amor. Sin embargo, el falso amor es tan parecido al verdadero que resulta muy fácil equivocarse. Cuando se disipan las ilusiones del falso amor, el hombre queda profundamente herido y lleno de amargura.
La amargura y las ilusiones
Santa Teresita del Niño Jesús, al describir su vida manifiesta una extraordinaria agudeza cuando muestra las consecuencias de sumergirse en la luz del falso amor.
«¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que "amargura en las amistades de la tierra"! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces, ¿cómo hubiera podido "volar y hallar reposo"? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas...? (...). ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esa luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino"que arde sin consumirse"! ¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos...»15.
A nosotros nos importa tanto la aceptación y comprensión de los demás que nos parecemos a esas mariposas que vuelan ciegamente hacia la engañosa luz del falso amor. De esta actitud resultan la mayoría de los sufrimientos de nuestra vida.
Quien se siente atraído como esas mariposas por la luz del amor humano, buscando apoyo en él, y llegando incluso a mendigarlo, recibe sólo lo que el mundo puede dar: un sustituto miserable de aquel Amor que el corazón del hombre espera de verdad. Esta persona, con las alas quemadas y el alma consumida, y en la que ha sido destruido el lugar destinado para Dios, tendrá que alejarse de esa luz, que no la puede llenar de la verdadera felicidad. El Creador no puede unirse de ninguna manera a un alma en la que reina el hombre.
Las pretensiones en relación con los demás
En nuestra relación con los demás es visible la tendencia natural que tenemos a esperar reciprocidad como respuesta al bien que les hacemos.
Buscar apoyo en esta reciprocidad humana es perseguir un espejismo que no puede ser un medio eficaz para prevenir nuestros problemas e inquietudes. Tarde o temprano constataremos que esta pretensión sólo nos proporciona un consuelo momentáneo, y que con el tiempo puede resultar incluso una especie de veneno, pues no es capaz de solucionar la raíz de nuestros problemas.
Cuando ayudamos a alguien o le prestamos un servicio, solemos esperar que corresponda a nuestra solicitud, a nuestro cuidado o incluso sacrificio. Esto lo esperamos tanto de nuestro cónyuge, hijos y familiares, como de los amigos o compañeros de trabajo. Así, olvidamos que en realidad es Dios quien ayuda por medio de nosotros a los demás, y no nosotros mismos. Cada uno de nosotros es sólo un instrumento en las manos del Creador. Por lo tanto es sobre todo a Él a quien debemos nuestra gratitud. Esto no significa que no haya que ser agradecido con quien ha sido bueno con nosotros. La gratitud es importante y necesaria, pero no hemos de olvidar que la debemos sobre todo a Dios y sólo después al hombre.
Nuestras pretensiones con los demás, exceden con frecuencia los límites de los planes de Dios. Suponen contar con algo que sería perjudicial para nosotros, destructivo y catastrófico en sus consecuencias. Si contáramos sólo con Dios y con su voluntad y no con los demás, no exigiríamos a nadie que nos ayudara como quisiéramos. De hecho, los demás no pueden ayudarnos si Dios no quiere. Esperar este tipo de ayuda es contar con algo que no existe, es apoyarse en una ilusión.
Sin embargo en nosotros existen continuamente infinidad de pretensiones ocultas y resentimientos contra aquellos que no responden a nuestras expectativas. La amargura que nos invade y el sentimiento de soledad son consecuencia de pretensiones insatisfechas, expectativas que no encuentran una respuesta. A menudo, esto se convierte para nosotros en un tormento, signo de que no tenemos la actitud del pobre de espíritu. Por eso no sólo son un falso apoyo las personas que constituyen para nosotros una ayuda y una alegría, sino que también nos ocultan a Dios aquellos que nos fallan repetidamente y con los que, como decimos, «no se puede contan>.
A pesar del sufrimiento relacionado con todo esto, ¿no deberíamos reconocer lo valiosas que son estas situaciones a la luz de la fe? ¿No tendríamos que agradecer a Dios el no poder contar con la ayuda de alguien que nos la ofrece en contra de Su voluntad?
Si queremos practicar por lo menos un poco la virtud de la humildad y, como dice san Juan de la Cruz, tener por nada a nosotros mismos y a nuestras cosas16, deberíamos luchar decididamente contra nuestras expectativas respecto a los demás y contra esta tendencia a esperar su gratitud o reciprocidad. No deberíamos contar con que alguien cercano nos rodeara de cuidados y se preocupara de nosotros cuando lo necesitemos. Sin duda alguna sólo Dios se ocupará de nosotros, porque nos ama. Y lo realizará perfectamente desde su punto de vista, que es el punto de vista del Amor. Nuestro Padre del Cielo que nos ama, siempre nos da lo mejor, aún cuando sea el sufrimiento, o la muerte... De hecho todo lo que sucede en nuestra vida es un encuentro con el Amor, con la Presencia que nos ama.
El veneno de los apoyos ilusorios
Toda benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede convertirse incluso en un veneno para nosotros.
Cuando san Pedro le dijo a Jesús: «De ningún modo te sucederá eso», sin duda alguna quería mostrarle a su Amigo benevolencia y solicitud, quería ofrecerle un apoyo psicológico. Pero las palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!», clasifican claramente la acción de san Pedro (cf Mt 16,22-23). La benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede ser una acción «satánica», y a pesar de que suela aparecer vestida con el hermoso manto de la cordialidad y de la solicitud, puede constituir una fuerza destructiva, un veneno espiritual bajo una apariencia muy peligrosa.
Lo mejor sería tener la certeza de que la otra persona, en su relación con nosotros, no hace nada que Dios no quiera, que cuanto hace está dentro de los límites de su voluntad. Sólo cuando lo que recibimos de los demás es la recta realización de la voluntad de Dios no nos hiere ni destruye nuestra vida interior. Únicamente la voluntad de Dios tiene siempre una acción curativa, sólo ella es apoyo y salvación para el alma. Aunque a menudo sea difícil de aceptar, por ejemplo, que alguien, cumpliendo la voluntad de Dios, nos niegue su ayuda, no obstante siempre será lo mejor para nosotros. Este designio que el Creador que nos ama infinitamente nos dirige, es una expresión del más puro amor.
Pero el hombre, débil y pecador, desea el veneno de los halagos, se siente atraído por las apariencias y la ficción. De aquí, precisamente, proviene la maldad oculta en nuestro deseo de que la gente se preocupe por nosotros, de modo que satisfaga nuestro egoísmo, incluso aunque no esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Aunque sabemos que es veneno, nuestro egoísmo está ávido de este tipo de alimento. Cuando lo recibimos, el efecto siempre es desafortunadamente el mismo: nos cerramos a la verdad sobre nosotros mismos y volvemos a caer.
¿Cómo actuar en las situaciones en las que Dios nos recuerda que estamos llenos de pretensiones hacia los demás, que tendemos a apoyarnos en las ilusiones, que somos débiles y pecadores? ¿Qué hacer cuando estamos llenos de la codicia de los apoyos humanos que son en realidad un veneno para el alma? Hay un remedio eficaz para esto, tratar de ponernos en la verdad y reconocer ante Dios: «Estoy lleno del orgullo de las pretensiones. Y en lugar de contar sólo contigo espero continuamente reciprocidad y amor de los demás. El resentimiento y la amargura que hay en mí son resultado de expectativas insatisfechas». Y con humildad y fe crecientes repetir muchas veces: «To doy gracias porque me amas precisamente así como soy y me estrechas contra ti, Señor jesús».
La gracia de la falta de apoyos
Santa Teresita consideraba una gracia el no encontrar apoyo en el prójimo. «¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que amargura en las amistades de la tierra!», escribió17. Por otra parte esto no fue un obstáculo para mostrar su amor a su padre y a sus hermanas. Era capaz de amar a sus familiares, siendo a la vez libre del apego a ellos.
Cuando entró en el Carmelo para entregarse plenamente a Jesús, renunció a su padre, a aquel a quien a ella le gustaba llamar «mi rey», que la amaba y comprendía, y que fue no solamente quien la cuidó sino también su amigo más cercano. Desde el punto de vista humano, ella lo abandonó, y lo hizo justamente cuando él se iba quedando cada vez más inválido y dependiente del cuidado de quienes lo rodeaban. Además poco después contrajo una enfermedad que lo privó significativamente de su autonomía, una enfermedad humillante y que exigía un cuidado especial.
La actitud de Teresita ante la enfermedad de su padre, muestra lo mucho que esta niña tan llena de ternura estaba desapegada del afecto natural hacia la persona más cercana. Teresita no se apoyaba ilusoriamente en él, le amaba de forma sobrenatural, a la luz de la fe veía en él a un futuro santo. Sabía que el único apoyo real para él era Cristo mismo, por eso pedía ardientemente la gracia de la santidad para su padre.
Su fidelidad a la voluntad de Dios frente a la persona que más amaba nos lleva a pensar en María. La Madre de Jesús no trató de acompañar humanamente a su Hijo en su sufrimiento, no se convirtió en el Cireneo que le ayudó a cargar la cruz hasta el Gólgota. Lo acompañó de la forma más perfecta: respetando la voluntad de Dios, y realizando de este modo el designio del Creador como Madre de Jesús y futura Madre de la humanidad. Desde entonces la relación con su Hijo es, para cada cristiano, modelo de todas las relaciones ínterpersonales.Las fuerzas engañosas del «yo» humano
El pecado original hirió la naturaleza humana introduciendo en el alma un deseo, eco de aquella primera tentación ante la que sucumbieron nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (cf Gén 3,5). Desde ese momento la aspiración humana a la trascendencia está engañosamente orientada a sobrepasar los límites de las propias posibilidades. En lugar de desear el poder de Dios, nos esforzamos por encontrar apoyo en nuestro propio «yo», apoyo que con el tiempo resulta ser sólo una ilusión.
Durante las purificaciones de la noche oscura, Dios nos libera de este espejismo y al manifestar la fuerza de su poder nos revela a la vez nuestra debilidad. Son las experiencias de cada día: el miedo al futuro visto sin Dios, los límites de nuestra inteligencia y memoria e incluso lo efímero de aquello sobre lo que fundamentamos nuestro sistema de seguridad, las que nos convencen de la bienaventurada debilidad del «yo» humano.El tormento del futuro visto sin Dios
Cuando los bienes de este mundo dejan de ser para nosotros un apoyo, puede llegar un momento en el que tengamos la impresión de que hemos perdido completamente el control sobre nuestra vida, como les ocurrió a los Apóstoles durante la tormenta en el lago (cf Me 4,35-41). Seguramente ellos también intentaron rezar y al mismo tiempo luchar contra los elementos con sus propias fuerzas, pero pese a ello ya no pudieron encontrar apoyo ni en sí mismos ni en su barca. Enormemente asustados, dudaron de la posibilidad de salvarse, temieron morir.
Durante el periodo de las purificaciones18, cuando se derrumban nuestros falsos apoyos, también nosotros reaccionamos muchas veces con miedo. La voluntad de oponerse a las experiencias difíciles no siempre se manifiesta claramente, pues solemos darnos cuenta de que son una intervención de Dios en nuestra vida. Sin embargo si lo que experimentamos genera en nosotros inquietud o desánimo, es como si cuestionáramos la obra de la Redención, que se realizó en el camino del sufrimiento y del despojamiento total.
El fundamento de nuestra preocupación excesiva ante lo que nos espera, se encuentra en la desconfianza, cuando ponemos en duda nuestra esperanza en Dios y en el hecho de que Él mismo se ocupa por nuestro mañana, tal y como lo hizo ayer y lo hace hoy. Pues Él era, es y será siempre nuestro único apoyo real.
Cuando planeamos el futuro desde la razón no iluminada por la fe, ignoramos la actuación del Padre Omnipotente y su respuesta a las situaciones en las que nos encontremos. ¿Acaso nos creemos capaces de construir el futuro?
¡Cuánto insiste Jesús en que mantengamos nuestros pensamientos lo más lejos posible del futuro! (cf Mt 6,34), aún cuando de forma insistente vuelvan a nuestra imaginación. Durante las purificaciones los pensamientos sobre el futuro pueden incluso perseguirnos, sobre todo en el caso particular en el que no vemos para nosotros ninguna esperanza. Entonces nos parecerá que todo está ya decidido de antemano, que estamos condenados a una muerte lenta. Esto despierta miedo y deseo de huir, por eso con frecuencia la reacción frente a la pérdida de los apoyos es aislarse en un mundo propio. Lo anterior puede manifestarse de diferentes maneras, dependiendo de la etapa de la vida interior y también del tipo de personalidad e intereses que tengamos. Sin embargo siempre será signo de infidelidad e incluso de rebeldía, signo de que continuamente tratamos de buscar apoyo fuera de Dios.
En el camino hacia la comunión con Jesús, las purificaciones no tienen por qué realizarse como a nosotros nos parece. Nuestro Señor es completamente libre en la elección de las maneras de purificarnos. ¿No será que tal vez nosotros mismos agrandamos nuestros sufrimientos y tormentos por nuestra actitud inadecuada ante el mundo, ante el presente y el futuro, e incluso ante el pasado?
Cuando nos preocupamos excesivamente por el futuro y olvidamos la intervención de Dios en nuestra vida, pisoteamos el don que nos hace hijos del Padre Celestial, amados y rodeados de su cuidado continuo. Si la inquietud sobre el futuro genera en nosotros tristeza, desánimo y abatimiento, quiere decir que ponemos en duda el amor paternal de Dios. Por eso la preocupación excesiva por el futuro origina no sólo un tormento psicológico, sino también espiritual, unido a la falta de apoyo en la Providencia Divina.
Cuando el espíritu maligno nos reta a duelo
El abatimiento y la tristeza que aparecen cuando sucumbimos a la tentación de la preocupación excesiva por el futuro, manifiestan claramente que Dios no está ahí, que esta forma de pensar y esta actitud son «nuestra obra», en la que con frecuencia participa también el espíritu maligno. Por eso las palabras del Salvador: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23) pueden referirse también a nosotros.
Sucumbimos a Satanás cuando nos preocupamos excesivamente por el futuro como san Pedro, que ante el anuncio de Jesús acerca del sufrimiento y la muerte que le esperaban, reaccionó oponiéndose decididamente: «De ningún modo te sucederá eso» (Mt 16,22). Pedro reaccionó humanamente ante la perspectiva de la pasión y muerte de su Maestro y ante su propio sufrimiento, y quiso remediarlo humanamente.
La tentación de la preocupación excesiva contiene en su raíz la duda de la esperanza en que Dios nos cuida. Pero como advierte san Maximiliano María Kolbe, cuando nos asaltan las tentaciones contra la esperanza, la fe y la pureza no podemos luchar contra ellas directamente'9. Las tentaciones son el guante que Satanás nos arroja para retarnos, son su desafío directo. Y quien se pone a luchar contra Satanás, se condena de antemano a una derrota inevitable, pues esforzándose por apoyarse en sí mismo, se cree más fuerte que el espíritu maligno.
¿Qué podemos hacer entonces?
Imagínate que te reta a duelo alguien lleno de orgullo y mucho más fuerte que tú. Si sabes que no eres capaz de hacerle frente, lo mejor sería no recoger el guante. En la Edad Media este comportamiento era para el caballero la peor de las ofensas. También Satanás queda especialmente humillado y vencido por este tipo de menosprecio: ignorar la tentación. De otra manera te debilitará y te destruirá, tentándote con los pensamientos sobre el futuro y conduciéndote a una tristeza, duda y desánimo cada vez mayores.
Poner en duda
las preocupaciones excesivas
Dios no espera que luchemos contra las preocupaciones excesivas ni contra los pensamientos sobre el futuro. El que mira con sencillez de corazón su presente y no se anticipa al futuro, es feliz sabiendo que este no le pertenece, sino que se encuentra completamente en manos de Dios. El ejemplo de los santos refuerza nuestra con19 vicción de que la intervención de Dios puede ser tan poderosa que incluso la muerte en el martirio llega a ser penetrada por la presencia de Aquel con quien el hombre se ha unido, por la presencia del más tierno Amor.
En la etapa de las purificaciones, nuestra renuncia activa20 debería centrarse en poner en duda continuamente la preocupación excesiva por nuestro futuro, o por el de las personas que de alguna forma nos han sido confiadas. Cuando experimentamos tentaciones de rebeldía, miedo o desánimo, debemos reconocer que tenemos poca fe y que somos esclavos de los apoyos humanos, recurriendo confiadamente a la Misericordia Divina. Entonces, Jesús mismo, inclinándose sobre nuestra miseria, entrará en nuestro despojamiento venciendo barreras infranqueables para nosotros.
Podemos defendernos de la preocupación excesiva haciendo frecuentes actos de fe, de esperanza y de confianza, incluso aunque nos parecieran completamente inútiles. Hay que clamar a Dios ignorando cualquier obstáculo, como el ciego de Jericó: «iJesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Me 10,47); como Pedro cuando se hundía en las aguas: «iSeñor; sálvame!» (Mt 14,30); o como los Apóstoles durante la tormenta en el lago: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! (Mt 8,25). Tenemos que orar para que Él mismo nos preserve de pisotear el amor de Dios: «Señor, ves que no sólo te soy infiel, sino que también enveneno a otros con mi tristeza y mi forma humana de pensar, iSeñor, sálvame!».
La falta de fe, la tristeza, el desánimo o las rebeldías no son un obstáculo definitivo en el camino a la santidad. El único obstáculo es no querer recurrir al Sacrificio Redentor de Cristo.
La purificación de la razón y de la memoria
Es comprensible que en la vida diaria nos guiemos por nuestra razón, nuestro conocimiento, o nuestra experiencia adquirida; y que esto sea un apoyo para nosotros. Dios lo consiente hasta cierta etapa de la vida interior.
Sin embargo, con el tiempo, puede querer que nos abandonemos más en Él mismo y perdamos las ilusiones acerca de todos los demás apoyos. Aceptar que los falsos apoyos se derrumben, implica poner en duda todo lo que hasta ese momento considerábamos fundamento indestructible de nuestra vida.
Ahora bien, nuestra razón puede no aceptarlo y la memoria protestar sugiriendo experiencias del pasado, que nos llevan a pensar inequívocamente que la pérdida de apoyos conduce a la destrucción. La razón no iluminada por la fe y la memoria no purificada pueden convertirse en fuente de duda, resistencia y rebeldía ante las exigencias de Dios. De aquí precisamente se desprende la necesidad de que sean purificadas21.
Es muy importante que en este ámbito de la razón y la memoria queramos realizar renuncias activas, negándonos continuamente a nosotros mismos para abrirnos cada vez más a lo que el Padre que nos ama quiere concedernos. Espera que poniendo en duda nuestros propios juicios y valoraciones, y aceptando que Él descubra la falsedad e ilusiones que hay en ellos, nos presentemos ante Él con apertura de corazón y la voluntad dispuesta a seguirle. Lo que cuenta sobre todo es nuestra actitud interior: la disposición a poner en duda nuestra forma de pensar. Cuanto más dispuestos estemos a hacerlo, mayor disposición habrá en nosotros para seguir la voz de Dios.
Dios quiere que uniéndonos a Él vivamos cada vez más la vida de fe, encontrando apoyo en su poder y en su amor. No obstante, esto es completamente contrario a nuestros apegos y a todo nuestro sistema de apoyos ilusorios que el espíritu de este mundo nos sugiere. Cuanto más enraizados estén estos apoyos en nuestras experiencias del pasado y en toda nuestra forma de pensar, tanto más profundas serán las purificaciones que nuestra razón y nuestra memoria necesitan. Esto conlleva un cierto tipo de sufrimiento. Pero no hay que tener miedo, porque el Padre misericordioso nos conduce con gran delicadeza a través de las pruebas de la fe. Estas han de liberarnos de apoyarnos en las ilusiones, para que uniéndonos con Dios podamos ver más allá de lo que nos muestran nuestra limitada razón y escasa experiencia.
Bendita debilidad
Todos queremos tener la impresión de ser fuertes, competentes y de que por nosotros mismos decidimos nuestro destino. Tenemos miedo a la debilidad física, psíquica y espiritual, porque creemos que nos incapacita para vivir. Sin embargo, el hecho de que Dios nos quite los apoyos va unido en general a un sentimiento creciente de debilidad y ha de conducirnos a apoyarnos solamente en Él.
Para llegar a apoyarnos únicamente en Dios, tenemos que ser defraudados de alguna manera por todos los demás apoyos y perder las ilusiones relacionadas con ellos. Así que no hay que extrañarse de que, conforme se desarrolla la vida interior, disminuya también nuestra resistencia a las tensiones y las humillaciones, y de que nos sintamos cada vez más desvalidos ante la vida y los problemas que Dios coloca ante nosotros. Nuestro Salvador exige una comunión cada vez más profunda con Él, y esta se hace posible cuando, rodeados de acontecimientos y problemas, descubrimos en Él nuestro único apoyo.
La debilidad, que tanto tememos, es en sí misma una bendición y un gran don para nosotros. El debilitamiento de nuestra resistencia psíquica hace que perdamos el apoyo en nosotros mismos y en consecuencia, en la ilusión de que somos capaces de afrontar cualquier prueba de fe por nuestras propias fuerzas. Gracias a esto, nos vemos obligados de alguna manera a suplicar M¡sericordia, y por lo tanto a buscar nuestro apoyo en Dios. Surge entonces una oportunidad excepcional para que la gracia de Dios penetre en nuestro corazón. Jesús puede servirse de nosotros como sus instrumentos, al menos en cierta medida. Esto aumenta extraordinariamente la eficacia de nuestras acciones, pues se pone en movimiento una intervención especial de la Providencia.
Dios realizaría milagros si le dejáramos, aunque fuera un poco, entrar en nuestra vida. Desde el punto de vista espiritual, la mejor situación, es cuando nos encontramos completamente débiles y desvalidos y suplicamos la Misericordia de Dios, con la certeza de que el Creador nos ama como somos.
El poder que pasa
Si en ciertos aspectos de la vida nos sentimos siempre fuertes, tenemos que reconocer que esto es un estado pasajero. La buena salud física y el buen estado psicológico, la maravillosa «situación espiritual», desde nuestro punto de vista, todo esto no es duradero y paulatinamente tendrá que sernos quitado para que podamos unirnos a Dios. Lo normal debería ser la experiencia de nuestra debilidad y la conciencia de nuestra total dependencia del Creador en todos los aspectos de la vida. Esto sucederá cuando nos hayamos empapado completamente de las palabras del Señor: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Nada significa ni siquiera las cosas más pequeñas.
Aprovechar la debilidad física, psíquica y espiritual para suplicar humildemente la comunión con Cristo, exige una gran fe. Si nuestra debilidad afecta siempre sólo a algunos aspectos de nuestra vida, deberíamos reconocer humildemente que es la debilidad de nuestra fe la razón por la que no podemos ser puestos en pruebas mayores, las cuales serían una llamada a apoyarnos en Dios y no en nosotros mismos.
La purificación de las relaciones humanas
El mundo que nos rodea puede cerrarnos a Dios, cuando buscamos apoyos, en las personas o en las cosas. Buscamos ayuda de los demás, nos apegamos a ellos e incluso les adoramos. Todo esto representa el mundo de nuestro extravío. Con frecuencia nos situamos también en este mundo desorientado, provocando a los demás para que busquen apoyo en nosotros, nos valoren e incluso nos adoren. De este modo nuestro extravío se hace aún más profundo.
Para salir de esta situación, hemos de mirar el mundo desde un punto de vista contrario. Entonces este puede abrirnos a Dios y conducirnos a la unión con Él. Esto es lo que sucede cuando descubrimos su Presencia en los dones con que Él nos obsequia y en las personas que Él pone en nuestro camino, con las que quiere relacionarnos por medio de diferentes formas de vínculos sobrenaturales.
Pero... ¿qué persona, por muy maravillosa y espiritual que sea, puede ser por sí misma un verdadero apoyo?Cuando olvidamos al Dador
San Juan de la Cruz advierte que el alma que se apega a una criatura, de ninguna manera podrá unirse al ser infinito de Dios22. De ninguna manera...
Precisamente por eso Dios tiene que purificar, ya sea aquí en la tierra o después en el purgatorio23, todos los vínculos con las personas que nos lo ocultan. Es nuestro Señor quien, deseando unirse a nosotros, hace que todos los vínculos de sangre y las amistades sean purificadas24. Esto atañe también al matrimonio, por eso precisamente, llega un tiempo en el que el esposo y la esposa se sienten solos y completamente incomprendidos por su cónyuge.
La persona que nos ama es siempre sólo un instrumentó en manos del Padre que nos ama, un don de Dios y una ayuda en el camino a la santidad. Si el alma obsequia a la criatura con su apego, entonces el don se vuelve más importante que el Dador, lo oculta, y comienza a realizar el papel de ídolo. El alma se vuelve entonces semejante a un niño mal educado, que ha recibido un regalo maravilloso, pero que no se acuerda en absoluto de la persona que se lo regaló. Le da la espalda y absorbido completamente por su juguete no le presta ninguna atención, ni siquiera tiene la intención de agradecérselo. Si este comportamiento es inaceptable en las relaciones humanas, cuánto más herimos y ofendemos a Dios que nos lo ha dado todo y que en la persona de su Hijo divino ha entregado su vida por nosotros.
Cada don ha de recordarnos al Dador, ha de centrar nuestra atención en Dios en lugar de ocultárnoslo; también el don del afecto humano o de la amistad, el don del amor matrimonial o de la relación afectuosa con los hijos. Al concentrar la atención y la emoción en las personas que son para nosotros un don del amor de Dios, ni apreciamos al Dador ni apreciamos el don: destruimos la amistad y despreciamos al Señor. La persona cercana en vez de ser una ayuda en el camino a la santidad se convierte en una zancadilla. Al adorarla volamos como polillas hacia la llama que nos destruye.
Por el contrario, podemos gozar durante mucho tiempo sin perjuicio para el alma del apoyo psicológico que nos da una persona cercana, si procuramos recordar a Aquel que nos ofrece ese apoyo y cooperar con su gracia. Entonces el mundo no se nos derrumbará aún cuando nuestro Señor, habiendo cumplido el plan relacionado con la presencia de esa persona en nuestra vida, de un modo u otro nos la quiera quitar. Veremos en esto un nuevo plan del amor de Dios y por lo tanto un nuevo don.
Jesús, en el período de su vida pública dijo de sí mismo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Le 9,58). Estas palabras pronunciadas por el Salvador cuando los Apóstoles todavía le seguían fielmente no tienen por qué significar únicamente la falta de un lugar estable para vivir. Pueden significar también que seguir a Cristo implica renunciar a los apoyos humanos que buscamos en la relación con los más cercanos.
Doble despojamiento
Al tratar a las personas como apoyos en sí mismas, hacemos que las relaciones con ellas se vuelvan falsas y llenas de ilusiones. Si Dios nos conduce al desierto y quiere disipar aunque sea sólo parte de estas ilusiones, sufriremos seguramente una profunda frustración.
En el proceso de las purificaciones sin duda experimentaremos muchas veces la soledad y el rechazo por parte de los demás; pueden llegar a fallarnos todos, uno por uno. Y cuando comencemos a perder el apoyo en las personas de las que antes habíamos recibido mucho bien y en las que confiábamos, podremos sentirnos engañados, perjudicados, traicionados.
En este periodo, Dios puede permitir que al mismo tiempo los demás se desilusionen de nosotros y nos den a entender que hemos frustrado sus esperanzas. Podemos pues experimentar un doble despojamiento, tanto en relación con aquellos que eran un apoyo para nosotros como con aquellos que habían encontrado apoyo en nosotros.
Todo esto será probablemente difícil de soportar, sobre todo cuando veamos que por nuestras propias fuerzas no somos capaces de cambiar nuestra actitud hacia las personas ni de referir a Dios nuestra relación con ellas. Sin embargo, nuestro Padre Misericordioso no quiere que estemos tristes o llenos de amargura, sólo desea que reconozcamos con sinceridad la verdad sobre nosotros y que se la llevemos. De rodillas ante Él podemos repetir con humildad y confianza: Soy ciego a tu amor, «esclavo vendido al poder del pecado», y tus dones, Señor, no me dejan verte. No quiero crucificarte más adorando a una persona u ocultándote a Tí conmigo mismo. No quiero olvidarte, Salvador mío. Por eso te pido que te inclines sobre mi miseria, únete a mí y tú mismo en mí y por mP adora a Dios presente en mi vida a través de los demás. 25
En este tiempo difícil en que se pierden los apoyos conyugales y se desvanecen los sueños irreales, la ayuda de un confesor experimentado tiene un gran valor. Gracias a él, los esposos pueden comprender que aunque en el sacramento del matrimonio «ya no son dos sino uno», esto de ninguna manera significa que, olvidándose de Dios en la práctica, hayan de convertirse en ídolos el uno para el otro. Dios desea que busquen la unidad, pero en el camino a la unión con Él, de quien cada uno de los cónyuges ha de enamorarse como del único amor de su vida. Así que cada uno por separado debe, en cierto sentido, desposarse con Dios. Todo en la vida, también la vida matrimonial12, conduce y prepara a ello.
Pero con frecuencia el marido trata a su mujer como un ídolo y satisface todos sus caprichos. La mujer, por su parte, también puede sucumbir fácilmente a la tentación de complacer el egoísmo del esposo, bajo la apariencia de amor conyugal. En cada persona hay tanta vanidad que quien es admirado está expuesto a la autocomplacencia, a la satisfacción de sí mismo. A su vez quien idolatra a la otra persona, ofende a Cristo que habita en ella y en cierto sentido peca contra el primer mandamiento.
El esposo y la esposa deberían ser buenos el uno con el otro, sin embargo, huir en busca de sustitutos de la felicidad es como un veneno, conduce a diversos abusos y desviaciones, produce amargura, malestar y vacío. Cerrándose a Dios, dos personas no son capaces de hacer que su vida sea feliz ni de darle sentido.
El verdadero amor matrimonial
Amar al cónyuge no consiste en admirarlo y adorarlo, rindiéndole un homenaje casi divino. Eso no es amor. Amar al esposo o a la esposa significa ver a Cristo en él o en ella, descubrir en su rostro el rostro del Redentor, y al mismo tiempo aceptar lo mejor posible toda la verdad sobre su humanidad.
Quien busca el amor verdadero, trata de ver a su cónyuge a la luz de la fe, como Dios lo ve. Uno debería preguntarse cómo ama Dios a su esposo o a su esposa y procurar tratarlo de manera semejante.
El amor así entendido puede expresarse de diferentes formas, aunque no siempre sea bien recibido por el egoísmo de la otra persona. Es importante entender que, cuando tratamos de imitar a Dios en nuestra actitud hacia el cónyuge, aunque le causemos dolor, en realidad no le hacemos daño.
Para que la carga se vuelva ligera
Adoptar en la vida diaria esta actitud de fe ante el marido o la mujer puede resultar enormemente difícil. Muchas veces ni siquiera seremos capaces de ver al cónyuge tal como pensamos que Dios lo ve. Recordemos entonces que lo importante sobre todo es intentarlo y no la frecuencia con que lo logramos. ¿Recurrimos a Dios con humildad para que nos dé la gracia de ver con sus ojos a nuestro cónyuge como Él lo ve? ¿Le suplicamos que viva en nosotros y que Él mismo se sirva de nosotros como instrumentos de su amor para con el otro?
En este punto es muy importante reconocer sinceramente la verdad. ¡No tengamos miedo de reconocer ante Dios que ni sabemos amarle adecuadamente, ni a nuestro cónyuge, ni a nosotros mismos! El reconocimiento de esta verdad unido a la certeza de que Jesús nos ama, nos ayudará a aceptar el propio mal y el del otro, y nos ayudará a ver nuestra familia a la luz de la fe.
De este modo se hacen menos penosas todas esas situaciones dolorosas en las que Dios nos quita la ilusión de que podemos encontrar apoyo en el esposo o en la esposa en vez de buscarlo en Él mismo. El «yugo matrimonial» se vuelve menos amargo y la carga menos pesada, como sucede siempre que son el yugo y la carga de Cristo.
Si el matrimonio nos resulta amargo e insoportable tan a menudo, es tal vez porque nos añadimos cargas que Jesús no dispuso para nosotros, pesos que son consecuencia del orgullo y de la cerrazón a su voluntad.
La familia como apoyo
Aunque teóricamente sabemos que el matrimonio y la familia son un camino a la santidad, en la práctica, en lugar de ver a nuestra familia a la luz de la fe, solemos verla de una forma meramente humana. De ahí que al elegir el camino de la vida matrimonial nos guiamos simplemente por el deseo de encontrar apoyo en personas cercanas, vinculadas a nosotros por lazos de sangre.
El deseo de complementarse
Normalmente los esposos desean ser padres y ven en esto el complemento natural de su amor. Sin embargo, cuando nace el primer hijo su relación cambia, ya que el marido tiene que aceptar la aparición de una nueva persona, que tiene un derecho especial a los sentimientos de su mujer.
La mujer desea tener un hijo y lo trata como a una parte de sí misma. Tiene la esperanza de que dará sentido a su vida y de que llenará su vacío y su soledad. Con mucha frecuencia la mujer desea que su hijo la complemente, que le dé algo que su propio marido no ha sido capaz de darle.Generalmente esto se logra, por lo menos al principio. El hijo, estrechamente vinculado a su madre, responde plenamente a sus sentimientos, y la madre se vincula a él con una fuerza aún mayor. Sin embargo, esta pretensión egoísta de ser complementada por su hijo, no es expresión de verdadero amor.
El verdadero amor se expresa saliendo al encuentro de las necesidades de la otra persona, para complementarla en lo que para ella es lo más valioso. Es un deseo de hacer plenamente feliz a la persona amada y no de hacerse feliz a uno mismo sirviéndose de ella13.
Obviamente la madre desea entregarse a su hijo y servirle, sin embargo espera de él reciprocidad. Y la recibe: el hijo corresponde al amor con su sonrisa, su mirada, con sus gestos, y esto es para la madre el mejor premio. En esta situación es muy fácil empezar a apoyarse en el hijo como en un ídolo. Es muy fácil olvidar que Dios es nuestro único apoyo, y que a parte de Él no tenemos a nadie que nos ame con amor pleno y verdadero.
«No es como yo quisiera»
Podemos convencernos de que los padres queremos que nuestro hijo sea un apoyo para nosotros cuando, por primera vez, él no corresponde a nuestro amor. Las primeras desilusiones surgen al experimentar que nuestras esperanzas resultaron ser espejismos que se desvanecen ante nuestros ojos como un castillo de naipes. Esto nos produce dolor y sufrimiento pues nuestro hijo no es como quisiéramos que fuera.
Con frecuencia tenemos expectativas muy concretas respecto a nuestros hijos; y estas dependen de cómo somos en la esfera física, psíquica y espiritual. Por regla general no aceptamos en los demás, y especialmente en nuestros hijos, lo que no toleramos en nosotros mismos, en cambio les permitimos lo que en nosotros podemos aceptar. Por tanto, al desear que nuestros hijos sean la encarnación de nuestras ideas y deseos, de nuestra visión de la persona, nos apoyamos en una concepción muy subjetiva de la educación.
Pero de hecho, amar a un hijo es desear cuidarle conforme al designio del Creador y no al nuestro. Los padres deben ser meros instrumentos en la realización de la voluntad de Dios respecto de sus hijos, o mejor dicho, de los hijos de Dios que ellos cuidan aquí en la tierra.
En la práctica se olvida muy a menudo este principio; los padres no respetan la voluntad de Dios, y quieren que sus hijos respondan a sus propias expectativas. Cuando sus hijos no las satisfacen, sufren dolorosas desilusiones. Con frecuencia les fuerzan a adaptarse a sus sueños y planes. Pero el amor no consiste en autorrealizarse con ayuda del hijo, sino en ayudarle a alcanzar su propia plenitud.
Las rebeldías en la etapa de la adolescencia
Con la llegada de la adolescencia los hijos buscan con afán su propia identidad y su irrepetible camino de vida. Es el tiempo de las primeras rebeldías, que son en esencia una protesta contra las expectativas egoístas de los padres que quieren, con ayuda de sus hijos, buscarse a sí mismos y alimentar sus ilusiones. La rebeldía de los hijos será más dramática cuanto más fuertemente se hayan apoyado en ellos.
Todo esto provoca numerosos conflictos violentos y mucho sufrimiento, sin embargo es una valiosa gracia que purifica la relación entre padres e hijos. Estas rebeldías deberían ayudar a los padres a ser conscientes de que el hijo tiene derecho a su propio camino, del cual no se pueden apropiar.
Si como padres quisiéramos apoyarnos de verdad en Dios, trataríamos de transmitir a nuestros hijos aquello que es más importante para ellos. Desearíamos, sobre todo, que creyesen que son amados por Dios, siempre e incondicionalmente, con independencia de que tengan éxitos o fracasos.
Pero, ¿cómo reaccionamos ante los fracasos en la vida de nuestros hijos? Normalmente no los aceptamos, porque tampoco aceptamos nuestras propias derrotas. Por eso, al hijo que ha tenido un fracaso no le mostramos el amor que necesita y anhela.
De hecho todo hombre desea ser amado por sí mismo, sin que se le tenga en cuenta el mal que hay en él ni sus caídas. Todos deseamos este amor único, pleno y verdadero, que Dios nos da. Por eso, cuando el hijo no lo recibe a través de sus padres, se rebela y protesta, llegando a veces muy lejos.
Mientras los padres se apoyen en su hijo, le estarán paralizando con sus expectativas. La única salvación está en que busquen apoyo en Dios y emprendan la lucha para que el hijo crea que es amado gratuitamente por su Padre del Cielo. De este modo aprenderá a levantarse rápidamente de sus caídas y a entablar un diálogo sincero con su Creador, escuchándolo atentamente. Entonces buscará la voluntad de Dios y le será obediente.
El apoyo en los hijos mayores y en los nietos
La tendencia a apoyarse ilusoriamente en los hijos no disminuye por sí misma ni siquiera cuando se hacen adultos. En esta etapa, esta tendencia de los padres puede expresarse en el deseo de que los hijos ya mayores les involucren en todos sus asuntos y compartan con ellos su vida. Pero el hijo debe hacer partícipe de su vida sólo a Dios, su Creador y único Padre.
Cuando los hijos son ya mayores y los padres se quedan solos, el deseo de apoyarse en ellos suele extenderse a los nietos. Esto conduce inevitablemente a nuevos conflictos y sufrimientos, pues de hecho son los padres y no los abuelos los que tienen la responsabilidad de educar a los hijos.
Si como abuelos realmente deseáramos que nuestro nieto se enamorara de Dios, que Él fuera su único apoyo, y la voluntad de Dios su único alimento, no contaríamos con que ese niño nos complementara. Lucharíamos sólo por una cosa, porque él se realizara sobre todo en lo que es más importante: en su relación con Dios Padre.
Lo mejor sería que educáramos a los hijos para amar a Dios que es tanto Padre como Madre y que les encamináramos a amar la voluntad del Creador de tal manera que se despertara en ellos el mismo deseo que tuvo el Salvador mientras vivió en la tierra: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). La meta no es que el hijo cumpla la voluntad de sus padres de la tierra, sino sólo la voluntad del Padre Celestial.
Si realmente sucediera así, nuestra situación como padres sería ideal: nuestros hijos se convertirían en instrumentos en las manos de Dios. Además, nosotros no contaríamos ya con ellos, ni buscaríamos en ellos un falso apoyo, y todas nuestras expectativas se dirigirían hacia el Creador. Entonces, Él mismo podría ocuparse de nosotros a través de nuestros hijos, de otras personas, o de los acontecimientos.
Cada uno de nosotros tiene a Dios por Padre. Si nos abrimos a esta verdad, el cumplimiento de la voluntad de Dios se convertirá también en nuestro alimento. Así daremos con nuestra vida el mejor testimonio a nuestros hijos y nietos.
Si los padres, los educadores y todos aquellos a quienes se confía el destino de otras personas no creen ni esperan que se hagan realidad los planes de Dios, limitan enormemente los designios divinos. Si no son capaces de mirar más allá de los acontecimientos y esperar lo que todavía no ha sucedido, de nada servirá el mero sentido práctico de su obrar. Es verdad que cada asunto tiene también su aspecto práctico, pero esto no significa nada sin la dimensión sobrenatural.
Dios quiere que aguardemos con esperanza que se hagan realidad los planes que Él tiene para nosotros y para quienes nos rodean. Deberíamos ver a nuestros familiares, incluso a los que consideramos demasiado alejados de la fe, tal como Dios en su bondad los ve. Y Él los ve ya como santos; aunque tal vez se conviertan dentro de un año, de diez o, como el Buen Ladrón, en el momento de la muerte. La mejor manera de ayudarles en su camino de conversión es no contar con ellos, sino apoyarnos en el proyecto que Dios tiene para cada una de esas personas.
Es importante buscar apoyo en una espera llena de esperanza de algo que todavía no ha sucedido, pero que, como creemos profundamente, está en los planes de Dios y cuya realización depende de nuestra cooperación con la gracia. De esta forma las consecuencias de apoyarnos en Dios pueden ser de provecho también para los demás.Cuando se derrumban los falsos apoyos
¡A¿i! ¿De modo que queréis poseer riquezas, tener posesiones? Apoyarse en eso es apoyarse en un hierro ardiente, queda siempre una pequeña marca. Es necesario no apoyarse en nada, ni siquiera en lo que puede ayudar a la piedad.
La nada, en verdad, consiste en no tener ni deseo ni esperanza de alegría.
¡Que dichoso es uno entonces!
Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia
(Consejos y Recuerdos, Monte Carmelo, Burgos 1957, 33).
¿Es posible que el hombre, ese ser que continuamente fabrica ilusiones que, al parecer, le permiten vivir, no llegue a encontrar nunca un apoyo verdadero? La fe nos enseña que sólo Dios lo es. Por eso, mientras el corazón del hombre no se apoye exclusivamente en Él, tiene que experimentar sufrimientos relacionados con el derrumbamiento de sus ilusiones y con la lucha por evitar los apoyos humanos. La meta de nuestra vida es permitir a Cristo que se adueñe de nosotros y que se vuelva todo para nosotros14.
La engañosa luz del amor humano
La vida del hombre es una continua búsqueda del amor. Sin embargo, el falso amor es tan parecido al verdadero que resulta muy fácil equivocarse. Cuando se disipan las ilusiones del falso amor, el hombre queda profundamente herido y lleno de amargura.
La amargura y las ilusiones
Santa Teresita del Niño Jesús, al describir su vida manifiesta una extraordinaria agudeza cuando muestra las consecuencias de sumergirse en la luz del falso amor.
«¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que "amargura en las amistades de la tierra"! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces, ¿cómo hubiera podido "volar y hallar reposo"? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas...? (...). ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esa luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino"que arde sin consumirse"! ¡Sí, lo sé! Jesús me veía demasiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos...»15.
A nosotros nos importa tanto la aceptación y comprensión de los demás que nos parecemos a esas mariposas que vuelan ciegamente hacia la engañosa luz del falso amor. De esta actitud resultan la mayoría de los sufrimientos de nuestra vida.
Quien se siente atraído como esas mariposas por la luz del amor humano, buscando apoyo en él, y llegando incluso a mendigarlo, recibe sólo lo que el mundo puede dar: un sustituto miserable de aquel Amor que el corazón del hombre espera de verdad. Esta persona, con las alas quemadas y el alma consumida, y en la que ha sido destruido el lugar destinado para Dios, tendrá que alejarse de esa luz, que no la puede llenar de la verdadera felicidad. El Creador no puede unirse de ninguna manera a un alma en la que reina el hombre.
Las pretensiones en relación con los demás
En nuestra relación con los demás es visible la tendencia natural que tenemos a esperar reciprocidad como respuesta al bien que les hacemos.
Buscar apoyo en esta reciprocidad humana es perseguir un espejismo que no puede ser un medio eficaz para prevenir nuestros problemas e inquietudes. Tarde o temprano constataremos que esta pretensión sólo nos proporciona un consuelo momentáneo, y que con el tiempo puede resultar incluso una especie de veneno, pues no es capaz de solucionar la raíz de nuestros problemas.
Cuando ayudamos a alguien o le prestamos un servicio, solemos esperar que corresponda a nuestra solicitud, a nuestro cuidado o incluso sacrificio. Esto lo esperamos tanto de nuestro cónyuge, hijos y familiares, como de los amigos o compañeros de trabajo. Así, olvidamos que en realidad es Dios quien ayuda por medio de nosotros a los demás, y no nosotros mismos. Cada uno de nosotros es sólo un instrumento en las manos del Creador. Por lo tanto es sobre todo a Él a quien debemos nuestra gratitud. Esto no significa que no haya que ser agradecido con quien ha sido bueno con nosotros. La gratitud es importante y necesaria, pero no hemos de olvidar que la debemos sobre todo a Dios y sólo después al hombre.
Nuestras pretensiones con los demás, exceden con frecuencia los límites de los planes de Dios. Suponen contar con algo que sería perjudicial para nosotros, destructivo y catastrófico en sus consecuencias. Si contáramos sólo con Dios y con su voluntad y no con los demás, no exigiríamos a nadie que nos ayudara como quisiéramos. De hecho, los demás no pueden ayudarnos si Dios no quiere. Esperar este tipo de ayuda es contar con algo que no existe, es apoyarse en una ilusión.
Sin embargo en nosotros existen continuamente infinidad de pretensiones ocultas y resentimientos contra aquellos que no responden a nuestras expectativas. La amargura que nos invade y el sentimiento de soledad son consecuencia de pretensiones insatisfechas, expectativas que no encuentran una respuesta. A menudo, esto se convierte para nosotros en un tormento, signo de que no tenemos la actitud del pobre de espíritu. Por eso no sólo son un falso apoyo las personas que constituyen para nosotros una ayuda y una alegría, sino que también nos ocultan a Dios aquellos que nos fallan repetidamente y con los que, como decimos, «no se puede contan>.
A pesar del sufrimiento relacionado con todo esto, ¿no deberíamos reconocer lo valiosas que son estas situaciones a la luz de la fe? ¿No tendríamos que agradecer a Dios el no poder contar con la ayuda de alguien que nos la ofrece en contra de Su voluntad?
Si queremos practicar por lo menos un poco la virtud de la humildad y, como dice san Juan de la Cruz, tener por nada a nosotros mismos y a nuestras cosas16, deberíamos luchar decididamente contra nuestras expectativas respecto a los demás y contra esta tendencia a esperar su gratitud o reciprocidad. No deberíamos contar con que alguien cercano nos rodeara de cuidados y se preocupara de nosotros cuando lo necesitemos. Sin duda alguna sólo Dios se ocupará de nosotros, porque nos ama. Y lo realizará perfectamente desde su punto de vista, que es el punto de vista del Amor. Nuestro Padre del Cielo que nos ama, siempre nos da lo mejor, aún cuando sea el sufrimiento, o la muerte... De hecho todo lo que sucede en nuestra vida es un encuentro con el Amor, con la Presencia que nos ama.
El veneno de los apoyos ilusorios
Toda benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede convertirse incluso en un veneno para nosotros.
Cuando san Pedro le dijo a Jesús: «De ningún modo te sucederá eso», sin duda alguna quería mostrarle a su Amigo benevolencia y solicitud, quería ofrecerle un apoyo psicológico. Pero las palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!», clasifican claramente la acción de san Pedro (cf Mt 16,22-23). La benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede ser una acción «satánica», y a pesar de que suela aparecer vestida con el hermoso manto de la cordialidad y de la solicitud, puede constituir una fuerza destructiva, un veneno espiritual bajo una apariencia muy peligrosa.
Lo mejor sería tener la certeza de que la otra persona, en su relación con nosotros, no hace nada que Dios no quiera, que cuanto hace está dentro de los límites de su voluntad. Sólo cuando lo que recibimos de los demás es la recta realización de la voluntad de Dios no nos hiere ni destruye nuestra vida interior. Únicamente la voluntad de Dios tiene siempre una acción curativa, sólo ella es apoyo y salvación para el alma. Aunque a menudo sea difícil de aceptar, por ejemplo, que alguien, cumpliendo la voluntad de Dios, nos niegue su ayuda, no obstante siempre será lo mejor para nosotros. Este designio que el Creador que nos ama infinitamente nos dirige, es una expresión del más puro amor.
Pero el hombre, débil y pecador, desea el veneno de los halagos, se siente atraído por las apariencias y la ficción. De aquí, precisamente, proviene la maldad oculta en nuestro deseo de que la gente se preocupe por nosotros, de modo que satisfaga nuestro egoísmo, incluso aunque no esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Aunque sabemos que es veneno, nuestro egoísmo está ávido de este tipo de alimento. Cuando lo recibimos, el efecto siempre es desafortunadamente el mismo: nos cerramos a la verdad sobre nosotros mismos y volvemos a caer.
¿Cómo actuar en las situaciones en las que Dios nos recuerda que estamos llenos de pretensiones hacia los demás, que tendemos a apoyarnos en las ilusiones, que somos débiles y pecadores? ¿Qué hacer cuando estamos llenos de la codicia de los apoyos humanos que son en realidad un veneno para el alma? Hay un remedio eficaz para esto, tratar de ponernos en la verdad y reconocer ante Dios: «Estoy lleno del orgullo de las pretensiones. Y en lugar de contar sólo contigo espero continuamente reciprocidad y amor de los demás. El resentimiento y la amargura que hay en mí son resultado de expectativas insatisfechas». Y con humildad y fe crecientes repetir muchas veces: «To doy gracias porque me amas precisamente así como soy y me estrechas contra ti, Señor jesús».
La gracia de la falta de apoyos
Santa Teresita consideraba una gracia el no encontrar apoyo en el prójimo. «¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que amargura en las amistades de la tierra!», escribió17. Por otra parte esto no fue un obstáculo para mostrar su amor a su padre y a sus hermanas. Era capaz de amar a sus familiares, siendo a la vez libre del apego a ellos.
Cuando entró en el Carmelo para entregarse plenamente a Jesús, renunció a su padre, a aquel a quien a ella le gustaba llamar «mi rey», que la amaba y comprendía, y que fue no solamente quien la cuidó sino también su amigo más cercano. Desde el punto de vista humano, ella lo abandonó, y lo hizo justamente cuando él se iba quedando cada vez más inválido y dependiente del cuidado de quienes lo rodeaban. Además poco después contrajo una enfermedad que lo privó significativamente de su autonomía, una enfermedad humillante y que exigía un cuidado especial.
La actitud de Teresita ante la enfermedad de su padre, muestra lo mucho que esta niña tan llena de ternura estaba desapegada del afecto natural hacia la persona más cercana. Teresita no se apoyaba ilusoriamente en él, le amaba de forma sobrenatural, a la luz de la fe veía en él a un futuro santo. Sabía que el único apoyo real para él era Cristo mismo, por eso pedía ardientemente la gracia de la santidad para su padre.
Su fidelidad a la voluntad de Dios frente a la persona que más amaba nos lleva a pensar en María. La Madre de Jesús no trató de acompañar humanamente a su Hijo en su sufrimiento, no se convirtió en el Cireneo que le ayudó a cargar la cruz hasta el Gólgota. Lo acompañó de la forma más perfecta: respetando la voluntad de Dios, y realizando de este modo el designio del Creador como Madre de Jesús y futura Madre de la humanidad. Desde entonces la relación con su Hijo es, para cada cristiano, modelo de todas las relaciones ínterpersonales.Las fuerzas engañosas del «yo» humano
El pecado original hirió la naturaleza humana introduciendo en el alma un deseo, eco de aquella primera tentación ante la que sucumbieron nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (cf Gén 3,5). Desde ese momento la aspiración humana a la trascendencia está engañosamente orientada a sobrepasar los límites de las propias posibilidades. En lugar de desear el poder de Dios, nos esforzamos por encontrar apoyo en nuestro propio «yo», apoyo que con el tiempo resulta ser sólo una ilusión.
Durante las purificaciones de la noche oscura, Dios nos libera de este espejismo y al manifestar la fuerza de su poder nos revela a la vez nuestra debilidad. Son las experiencias de cada día: el miedo al futuro visto sin Dios, los límites de nuestra inteligencia y memoria e incluso lo efímero de aquello sobre lo que fundamentamos nuestro sistema de seguridad, las que nos convencen de la bienaventurada debilidad del «yo» humano.El tormento del futuro visto sin Dios
Cuando los bienes de este mundo dejan de ser para nosotros un apoyo, puede llegar un momento en el que tengamos la impresión de que hemos perdido completamente el control sobre nuestra vida, como les ocurrió a los Apóstoles durante la tormenta en el lago (cf Me 4,35-41). Seguramente ellos también intentaron rezar y al mismo tiempo luchar contra los elementos con sus propias fuerzas, pero pese a ello ya no pudieron encontrar apoyo ni en sí mismos ni en su barca. Enormemente asustados, dudaron de la posibilidad de salvarse, temieron morir.
Durante el periodo de las purificaciones18, cuando se derrumban nuestros falsos apoyos, también nosotros reaccionamos muchas veces con miedo. La voluntad de oponerse a las experiencias difíciles no siempre se manifiesta claramente, pues solemos darnos cuenta de que son una intervención de Dios en nuestra vida. Sin embargo si lo que experimentamos genera en nosotros inquietud o desánimo, es como si cuestionáramos la obra de la Redención, que se realizó en el camino del sufrimiento y del despojamiento total.
El fundamento de nuestra preocupación excesiva ante lo que nos espera, se encuentra en la desconfianza, cuando ponemos en duda nuestra esperanza en Dios y en el hecho de que Él mismo se ocupa por nuestro mañana, tal y como lo hizo ayer y lo hace hoy. Pues Él era, es y será siempre nuestro único apoyo real.
Cuando planeamos el futuro desde la razón no iluminada por la fe, ignoramos la actuación del Padre Omnipotente y su respuesta a las situaciones en las que nos encontremos. ¿Acaso nos creemos capaces de construir el futuro?
¡Cuánto insiste Jesús en que mantengamos nuestros pensamientos lo más lejos posible del futuro! (cf Mt 6,34), aún cuando de forma insistente vuelvan a nuestra imaginación. Durante las purificaciones los pensamientos sobre el futuro pueden incluso perseguirnos, sobre todo en el caso particular en el que no vemos para nosotros ninguna esperanza. Entonces nos parecerá que todo está ya decidido de antemano, que estamos condenados a una muerte lenta. Esto despierta miedo y deseo de huir, por eso con frecuencia la reacción frente a la pérdida de los apoyos es aislarse en un mundo propio. Lo anterior puede manifestarse de diferentes maneras, dependiendo de la etapa de la vida interior y también del tipo de personalidad e intereses que tengamos. Sin embargo siempre será signo de infidelidad e incluso de rebeldía, signo de que continuamente tratamos de buscar apoyo fuera de Dios.
En el camino hacia la comunión con Jesús, las purificaciones no tienen por qué realizarse como a nosotros nos parece. Nuestro Señor es completamente libre en la elección de las maneras de purificarnos. ¿No será que tal vez nosotros mismos agrandamos nuestros sufrimientos y tormentos por nuestra actitud inadecuada ante el mundo, ante el presente y el futuro, e incluso ante el pasado?
Cuando nos preocupamos excesivamente por el futuro y olvidamos la intervención de Dios en nuestra vida, pisoteamos el don que nos hace hijos del Padre Celestial, amados y rodeados de su cuidado continuo. Si la inquietud sobre el futuro genera en nosotros tristeza, desánimo y abatimiento, quiere decir que ponemos en duda el amor paternal de Dios. Por eso la preocupación excesiva por el futuro origina no sólo un tormento psicológico, sino también espiritual, unido a la falta de apoyo en la Providencia Divina.
Cuando el espíritu maligno nos reta a duelo
El abatimiento y la tristeza que aparecen cuando sucumbimos a la tentación de la preocupación excesiva por el futuro, manifiestan claramente que Dios no está ahí, que esta forma de pensar y esta actitud son «nuestra obra», en la que con frecuencia participa también el espíritu maligno. Por eso las palabras del Salvador: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23) pueden referirse también a nosotros.
Sucumbimos a Satanás cuando nos preocupamos excesivamente por el futuro como san Pedro, que ante el anuncio de Jesús acerca del sufrimiento y la muerte que le esperaban, reaccionó oponiéndose decididamente: «De ningún modo te sucederá eso» (Mt 16,22). Pedro reaccionó humanamente ante la perspectiva de la pasión y muerte de su Maestro y ante su propio sufrimiento, y quiso remediarlo humanamente.
La tentación de la preocupación excesiva contiene en su raíz la duda de la esperanza en que Dios nos cuida. Pero como advierte san Maximiliano María Kolbe, cuando nos asaltan las tentaciones contra la esperanza, la fe y la pureza no podemos luchar contra ellas directamente'9. Las tentaciones son el guante que Satanás nos arroja para retarnos, son su desafío directo. Y quien se pone a luchar contra Satanás, se condena de antemano a una derrota inevitable, pues esforzándose por apoyarse en sí mismo, se cree más fuerte que el espíritu maligno.
¿Qué podemos hacer entonces?
Imagínate que te reta a duelo alguien lleno de orgullo y mucho más fuerte que tú. Si sabes que no eres capaz de hacerle frente, lo mejor sería no recoger el guante. En la Edad Media este comportamiento era para el caballero la peor de las ofensas. También Satanás queda especialmente humillado y vencido por este tipo de menosprecio: ignorar la tentación. De otra manera te debilitará y te destruirá, tentándote con los pensamientos sobre el futuro y conduciéndote a una tristeza, duda y desánimo cada vez mayores.
Poner en duda
las preocupaciones excesivas
Dios no espera que luchemos contra las preocupaciones excesivas ni contra los pensamientos sobre el futuro. El que mira con sencillez de corazón su presente y no se anticipa al futuro, es feliz sabiendo que este no le pertenece, sino que se encuentra completamente en manos de Dios. El ejemplo de los santos refuerza nuestra con19 vicción de que la intervención de Dios puede ser tan poderosa que incluso la muerte en el martirio llega a ser penetrada por la presencia de Aquel con quien el hombre se ha unido, por la presencia del más tierno Amor.
En la etapa de las purificaciones, nuestra renuncia activa20 debería centrarse en poner en duda continuamente la preocupación excesiva por nuestro futuro, o por el de las personas que de alguna forma nos han sido confiadas. Cuando experimentamos tentaciones de rebeldía, miedo o desánimo, debemos reconocer que tenemos poca fe y que somos esclavos de los apoyos humanos, recurriendo confiadamente a la Misericordia Divina. Entonces, Jesús mismo, inclinándose sobre nuestra miseria, entrará en nuestro despojamiento venciendo barreras infranqueables para nosotros.
Podemos defendernos de la preocupación excesiva haciendo frecuentes actos de fe, de esperanza y de confianza, incluso aunque nos parecieran completamente inútiles. Hay que clamar a Dios ignorando cualquier obstáculo, como el ciego de Jericó: «iJesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Me 10,47); como Pedro cuando se hundía en las aguas: «iSeñor; sálvame!» (Mt 14,30); o como los Apóstoles durante la tormenta en el lago: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! (Mt 8,25). Tenemos que orar para que Él mismo nos preserve de pisotear el amor de Dios: «Señor, ves que no sólo te soy infiel, sino que también enveneno a otros con mi tristeza y mi forma humana de pensar, iSeñor, sálvame!».
La falta de fe, la tristeza, el desánimo o las rebeldías no son un obstáculo definitivo en el camino a la santidad. El único obstáculo es no querer recurrir al Sacrificio Redentor de Cristo.
La purificación de la razón y de la memoria
Es comprensible que en la vida diaria nos guiemos por nuestra razón, nuestro conocimiento, o nuestra experiencia adquirida; y que esto sea un apoyo para nosotros. Dios lo consiente hasta cierta etapa de la vida interior.
Sin embargo, con el tiempo, puede querer que nos abandonemos más en Él mismo y perdamos las ilusiones acerca de todos los demás apoyos. Aceptar que los falsos apoyos se derrumben, implica poner en duda todo lo que hasta ese momento considerábamos fundamento indestructible de nuestra vida.
Ahora bien, nuestra razón puede no aceptarlo y la memoria protestar sugiriendo experiencias del pasado, que nos llevan a pensar inequívocamente que la pérdida de apoyos conduce a la destrucción. La razón no iluminada por la fe y la memoria no purificada pueden convertirse en fuente de duda, resistencia y rebeldía ante las exigencias de Dios. De aquí precisamente se desprende la necesidad de que sean purificadas21.
Es muy importante que en este ámbito de la razón y la memoria queramos realizar renuncias activas, negándonos continuamente a nosotros mismos para abrirnos cada vez más a lo que el Padre que nos ama quiere concedernos. Espera que poniendo en duda nuestros propios juicios y valoraciones, y aceptando que Él descubra la falsedad e ilusiones que hay en ellos, nos presentemos ante Él con apertura de corazón y la voluntad dispuesta a seguirle. Lo que cuenta sobre todo es nuestra actitud interior: la disposición a poner en duda nuestra forma de pensar. Cuanto más dispuestos estemos a hacerlo, mayor disposición habrá en nosotros para seguir la voz de Dios.
Dios quiere que uniéndonos a Él vivamos cada vez más la vida de fe, encontrando apoyo en su poder y en su amor. No obstante, esto es completamente contrario a nuestros apegos y a todo nuestro sistema de apoyos ilusorios que el espíritu de este mundo nos sugiere. Cuanto más enraizados estén estos apoyos en nuestras experiencias del pasado y en toda nuestra forma de pensar, tanto más profundas serán las purificaciones que nuestra razón y nuestra memoria necesitan. Esto conlleva un cierto tipo de sufrimiento. Pero no hay que tener miedo, porque el Padre misericordioso nos conduce con gran delicadeza a través de las pruebas de la fe. Estas han de liberarnos de apoyarnos en las ilusiones, para que uniéndonos con Dios podamos ver más allá de lo que nos muestran nuestra limitada razón y escasa experiencia.
Bendita debilidad
Todos queremos tener la impresión de ser fuertes, competentes y de que por nosotros mismos decidimos nuestro destino. Tenemos miedo a la debilidad física, psíquica y espiritual, porque creemos que nos incapacita para vivir. Sin embargo, el hecho de que Dios nos quite los apoyos va unido en general a un sentimiento creciente de debilidad y ha de conducirnos a apoyarnos solamente en Él.
Para llegar a apoyarnos únicamente en Dios, tenemos que ser defraudados de alguna manera por todos los demás apoyos y perder las ilusiones relacionadas con ellos. Así que no hay que extrañarse de que, conforme se desarrolla la vida interior, disminuya también nuestra resistencia a las tensiones y las humillaciones, y de que nos sintamos cada vez más desvalidos ante la vida y los problemas que Dios coloca ante nosotros. Nuestro Salvador exige una comunión cada vez más profunda con Él, y esta se hace posible cuando, rodeados de acontecimientos y problemas, descubrimos en Él nuestro único apoyo.
La debilidad, que tanto tememos, es en sí misma una bendición y un gran don para nosotros. El debilitamiento de nuestra resistencia psíquica hace que perdamos el apoyo en nosotros mismos y en consecuencia, en la ilusión de que somos capaces de afrontar cualquier prueba de fe por nuestras propias fuerzas. Gracias a esto, nos vemos obligados de alguna manera a suplicar M¡sericordia, y por lo tanto a buscar nuestro apoyo en Dios. Surge entonces una oportunidad excepcional para que la gracia de Dios penetre en nuestro corazón. Jesús puede servirse de nosotros como sus instrumentos, al menos en cierta medida. Esto aumenta extraordinariamente la eficacia de nuestras acciones, pues se pone en movimiento una intervención especial de la Providencia.
Dios realizaría milagros si le dejáramos, aunque fuera un poco, entrar en nuestra vida. Desde el punto de vista espiritual, la mejor situación, es cuando nos encontramos completamente débiles y desvalidos y suplicamos la Misericordia de Dios, con la certeza de que el Creador nos ama como somos.
El poder que pasa
Si en ciertos aspectos de la vida nos sentimos siempre fuertes, tenemos que reconocer que esto es un estado pasajero. La buena salud física y el buen estado psicológico, la maravillosa «situación espiritual», desde nuestro punto de vista, todo esto no es duradero y paulatinamente tendrá que sernos quitado para que podamos unirnos a Dios. Lo normal debería ser la experiencia de nuestra debilidad y la conciencia de nuestra total dependencia del Creador en todos los aspectos de la vida. Esto sucederá cuando nos hayamos empapado completamente de las palabras del Señor: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Nada significa ni siquiera las cosas más pequeñas.
Aprovechar la debilidad física, psíquica y espiritual para suplicar humildemente la comunión con Cristo, exige una gran fe. Si nuestra debilidad afecta siempre sólo a algunos aspectos de nuestra vida, deberíamos reconocer humildemente que es la debilidad de nuestra fe la razón por la que no podemos ser puestos en pruebas mayores, las cuales serían una llamada a apoyarnos en Dios y no en nosotros mismos.
La purificación de las relaciones humanas
El mundo que nos rodea puede cerrarnos a Dios, cuando buscamos apoyos, en las personas o en las cosas. Buscamos ayuda de los demás, nos apegamos a ellos e incluso les adoramos. Todo esto representa el mundo de nuestro extravío. Con frecuencia nos situamos también en este mundo desorientado, provocando a los demás para que busquen apoyo en nosotros, nos valoren e incluso nos adoren. De este modo nuestro extravío se hace aún más profundo.
Para salir de esta situación, hemos de mirar el mundo desde un punto de vista contrario. Entonces este puede abrirnos a Dios y conducirnos a la unión con Él. Esto es lo que sucede cuando descubrimos su Presencia en los dones con que Él nos obsequia y en las personas que Él pone en nuestro camino, con las que quiere relacionarnos por medio de diferentes formas de vínculos sobrenaturales.
Pero... ¿qué persona, por muy maravillosa y espiritual que sea, puede ser por sí misma un verdadero apoyo?Cuando olvidamos al Dador
San Juan de la Cruz advierte que el alma que se apega a una criatura, de ninguna manera podrá unirse al ser infinito de Dios22. De ninguna manera...
Precisamente por eso Dios tiene que purificar, ya sea aquí en la tierra o después en el purgatorio23, todos los vínculos con las personas que nos lo ocultan. Es nuestro Señor quien, deseando unirse a nosotros, hace que todos los vínculos de sangre y las amistades sean purificadas24. Esto atañe también al matrimonio, por eso precisamente, llega un tiempo en el que el esposo y la esposa se sienten solos y completamente incomprendidos por su cónyuge.
La persona que nos ama es siempre sólo un instrumentó en manos del Padre que nos ama, un don de Dios y una ayuda en el camino a la santidad. Si el alma obsequia a la criatura con su apego, entonces el don se vuelve más importante que el Dador, lo oculta, y comienza a realizar el papel de ídolo. El alma se vuelve entonces semejante a un niño mal educado, que ha recibido un regalo maravilloso, pero que no se acuerda en absoluto de la persona que se lo regaló. Le da la espalda y absorbido completamente por su juguete no le presta ninguna atención, ni siquiera tiene la intención de agradecérselo. Si este comportamiento es inaceptable en las relaciones humanas, cuánto más herimos y ofendemos a Dios que nos lo ha dado todo y que en la persona de su Hijo divino ha entregado su vida por nosotros.
Cada don ha de recordarnos al Dador, ha de centrar nuestra atención en Dios en lugar de ocultárnoslo; también el don del afecto humano o de la amistad, el don del amor matrimonial o de la relación afectuosa con los hijos. Al concentrar la atención y la emoción en las personas que son para nosotros un don del amor de Dios, ni apreciamos al Dador ni apreciamos el don: destruimos la amistad y despreciamos al Señor. La persona cercana en vez de ser una ayuda en el camino a la santidad se convierte en una zancadilla. Al adorarla volamos como polillas hacia la llama que nos destruye.
Por el contrario, podemos gozar durante mucho tiempo sin perjuicio para el alma del apoyo psicológico que nos da una persona cercana, si procuramos recordar a Aquel que nos ofrece ese apoyo y cooperar con su gracia. Entonces el mundo no se nos derrumbará aún cuando nuestro Señor, habiendo cumplido el plan relacionado con la presencia de esa persona en nuestra vida, de un modo u otro nos la quiera quitar. Veremos en esto un nuevo plan del amor de Dios y por lo tanto un nuevo don.
Jesús, en el período de su vida pública dijo de sí mismo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Le 9,58). Estas palabras pronunciadas por el Salvador cuando los Apóstoles todavía le seguían fielmente no tienen por qué significar únicamente la falta de un lugar estable para vivir. Pueden significar también que seguir a Cristo implica renunciar a los apoyos humanos que buscamos en la relación con los más cercanos.
Doble despojamiento
Al tratar a las personas como apoyos en sí mismas, hacemos que las relaciones con ellas se vuelvan falsas y llenas de ilusiones. Si Dios nos conduce al desierto y quiere disipar aunque sea sólo parte de estas ilusiones, sufriremos seguramente una profunda frustración.
En el proceso de las purificaciones sin duda experimentaremos muchas veces la soledad y el rechazo por parte de los demás; pueden llegar a fallarnos todos, uno por uno. Y cuando comencemos a perder el apoyo en las personas de las que antes habíamos recibido mucho bien y en las que confiábamos, podremos sentirnos engañados, perjudicados, traicionados.
En este periodo, Dios puede permitir que al mismo tiempo los demás se desilusionen de nosotros y nos den a entender que hemos frustrado sus esperanzas. Podemos pues experimentar un doble despojamiento, tanto en relación con aquellos que eran un apoyo para nosotros como con aquellos que habían encontrado apoyo en nosotros.
Todo esto será probablemente difícil de soportar, sobre todo cuando veamos que por nuestras propias fuerzas no somos capaces de cambiar nuestra actitud hacia las personas ni de referir a Dios nuestra relación con ellas. Sin embargo, nuestro Padre Misericordioso no quiere que estemos tristes o llenos de amargura, sólo desea que reconozcamos con sinceridad la verdad sobre nosotros y que se la llevemos. De rodillas ante Él podemos repetir con humildad y confianza: Soy ciego a tu amor, «esclavo vendido al poder del pecado», y tus dones, Señor, no me dejan verte. No quiero crucificarte más adorando a una persona u ocultándote a Tí conmigo mismo. No quiero olvidarte, Salvador mío. Por eso te pido que te inclines sobre mi miseria, únete a mí y tú mismo en mí y por mP adora a Dios presente en mi vida a través de los demás. 25
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