Dos de cuatro

La idolatría en el matrimonio
En este tiempo difícil en que se pierden los apoyos con­yugales y se desvanecen los sueños irreales, la ayuda de un confesor experimentado tiene un gran valor. Gracias a él, los esposos pueden comprender que aunque en el sacramento del matrimonio «ya no son dos sino uno», esto de ninguna manera significa que, olvidándose de Dios en la práctica, hayan de convertirse en ídolos el uno para el otro. Dios desea que busquen la unidad, pero en el camino a la unión con Él, de quien cada uno de los cónyuges ha de enamorarse como del único amor de su vida. Así que cada uno por separado debe, en cierto sen­tido, desposarse con Dios. Todo en la vida, también la vida matrimonial12, conduce y prepara a ello.
Pero con frecuencia el marido trata a su mujer como un ídolo y satisface todos sus caprichos. La mujer, por su parte, también puede sucumbir fácilmente a la ten­tación de complacer el egoísmo del esposo, bajo la apa­riencia de amor conyugal. En cada persona hay tanta va­nidad que quien es admirado está expuesto a la autocomplacencia, a la satisfacción de sí mismo. A su vez quien idolatra a la otra persona, ofende a Cristo que habita en ella y en cierto sentido peca contra el primer mandamiento.
El esposo y la esposa deberían ser buenos el uno con el otro, sin embargo, huir en busca de sustitutos de la felicidad es como un veneno, conduce a diversos abu­sos y desviaciones, produce amargura, malestar y vacío. Cerrándose a Dios, dos personas no son capaces de ha­cer que su vida sea feliz ni de darle sentido.
El verdadero amor matrimonial
Amar al cónyuge no consiste en admirarlo y adorarlo, rin­diéndole un homenaje casi divino. Eso no es amor. Amar al esposo o a la esposa significa ver a Cristo en él o en ella, descubrir en su rostro el rostro del Redentor, y al mismo tiempo aceptar lo mejor posible toda la verdad sobre su humanidad.
Quien busca el amor verdadero, trata de ver a su cón­yuge a la luz de la fe, como Dios lo ve. Uno debería pre­guntarse cómo ama Dios a su esposo o a su esposa y procurar tratarlo de manera semejante.
El amor así entendido puede expresarse de diferen­tes formas, aunque no siempre sea bien recibido por el egoísmo de la otra persona. Es importante entender que, cuando tratamos de imitar a Dios en nuestra actitud ha­cia el cónyuge, aunque le causemos dolor, en realidad no le hacemos daño.
Para que la carga se vuelva ligera
Adoptar en la vida diaria esta actitud de fe ante el mari­do o la mujer puede resultar enormemente difícil. Mu­chas veces ni siquiera seremos capaces de ver al cónyuge tal como pensamos que Dios lo ve. Recordemos entonces que lo importante sobre todo es intentarlo y no la fre­cuencia con que lo logramos. ¿Recurrimos a Dios con humildad para que nos dé la gracia de ver con sus ojos a nuestro cónyuge como Él lo ve? ¿Le suplicamos que viva en nosotros y que Él mismo se sirva de nosotros como instrumentos de su amor para con el otro?
En este punto es muy importante reconocer sincera­mente la verdad. ¡No tengamos miedo de reconocer ante Dios que ni sabemos amarle adecuadamente, ni a nues­tro cónyuge, ni a nosotros mismos! El reconocimiento de esta verdad unido a la certeza de que Jesús nos ama, nos ayudará a aceptar el propio mal y el del otro, y nos ayudará a ver nuestra familia a la luz de la fe.
De este modo se hacen menos penosas todas esas situaciones dolorosas en las que Dios nos quita la ilu­sión de que podemos encontrar apoyo en el esposo o en la esposa en vez de buscarlo en Él mismo. El «yugo matrimonial» se vuelve menos amargo y la carga menos pesada, como sucede siempre que son el yugo y la car­ga de Cristo.
Si el matrimonio nos resulta amargo e insoportable tan a menudo, es tal vez porque nos añadimos cargas que Jesús no dispuso para nosotros, pesos que son con­secuencia del orgullo y de la cerrazón a su voluntad.
La familia como apoyo
Aunque teóricamente sabemos que el matrimonio y la familia son un camino a la santidad, en la práctica, en lugar de ver a nuestra familia a la luz de la fe, solemos verla de una forma meramente humana. De ahí que al elegir el camino de la vida matrimonial nos guiamos sim­plemente por el deseo de encontrar apoyo en personas cercanas, vinculadas a nosotros por lazos de sangre.
El deseo de complementarse
Normalmente los esposos desean ser padres y ven en esto el complemento natural de su amor. Sin embargo, cuando nace el primer hijo su relación cambia, ya que el marido tiene que aceptar la aparición de una nueva persona, que tiene un derecho especial a los sentimien­tos de su mujer.
La mujer desea tener un hijo y lo trata como a una parte de sí misma. Tiene la esperanza de que dará sen­tido a su vida y de que llenará su vacío y su soledad. Con mucha frecuencia la mujer desea que su hijo la comple­mente, que le dé algo que su propio marido no ha sido capaz de darle.Generalmente esto se logra, por lo menos al princi­pio. El hijo, estrechamente vinculado a su madre, respon­de plenamente a sus sentimientos, y la madre se vincu­la a él con una fuerza aún mayor. Sin embargo, esta pretensión egoísta de ser complementada por su hijo, no es expresión de verdadero amor.
El verdadero amor se expresa saliendo al encuentro de las necesidades de la otra persona, para complemen­tarla en lo que para ella es lo más valioso. Es un deseo de hacer plenamente feliz a la persona amada y no de hacerse feliz a uno mismo sirviéndose de ella13.
Obviamente la madre desea entregarse a su hijo y ser­virle, sin embargo espera de él reciprocidad. Y la recibe: el hijo corresponde al amor con su sonrisa, su mirada, con sus gestos, y esto es para la madre el mejor premio. En esta situación es muy fácil empezar a apoyarse en el hijo como en un ídolo. Es muy fácil olvidar que Dios es nues­tro único apoyo, y que a parte de Él no tenemos a na­die que nos ame con amor pleno y verdadero.
«No es como yo quisiera»
Podemos convencernos de que los padres queremos que nuestro hijo sea un apoyo para nosotros cuando, por primera vez, él no corresponde a nuestro amor. Las pri­meras desilusiones surgen al experimentar que nuestras esperanzas resultaron ser espejismos que se desvanecen ante nuestros ojos como un castillo de naipes. Esto nos produce dolor y sufrimiento pues nuestro hijo no es como quisiéramos que fuera.
Con frecuencia tenemos expectativas muy concretas respecto a nuestros hijos; y estas dependen de cómo somos en la esfera física, psíquica y espiritual. Por regla general no aceptamos en los demás, y especialmente en nuestros hijos, lo que no toleramos en nosotros mismos, en cambio les permitimos lo que en nosotros podemos aceptar. Por tanto, al desear que nuestros hijos sean la encarnación de nuestras ideas y deseos, de nuestra vi­sión de la persona, nos apoyamos en una concepción muy subjetiva de la educación.
Pero de hecho, amar a un hijo es desear cuidarle con­forme al designio del Creador y no al nuestro. Los padres de­ben ser meros instrumentos en la realización de la volun­tad de Dios respecto de sus hijos, o mejor dicho, de los hijos de Dios que ellos cuidan aquí en la tierra.
En la práctica se olvida muy a menudo este principio; los padres no respetan la voluntad de Dios, y quieren que sus hijos respondan a sus propias expectativas. Cuando sus hijos no las satisfacen, sufren dolorosas des­ilusiones. Con frecuencia les fuerzan a adaptarse a sus sueños y planes. Pero el amor no consiste en autorrealizarse con ayuda del hijo, sino en ayudarle a alcanzar su propia plenitud.
Las rebeldías en la etapa de la adolescencia
Con la llegada de la adolescencia los hijos buscan con afán su propia identidad y su irrepetible camino de vida. Es el tiempo de las primeras rebeldías, que son en esen­cia una protesta contra las expectativas egoístas de los padres que quieren, con ayuda de sus hijos, buscarse a sí mismos y alimentar sus ilusiones. La rebeldía de los hijos será más dramática cuanto más fuertemente se ha­yan apoyado en ellos.
Todo esto provoca numerosos conflictos violentos y mucho sufrimiento, sin embargo es una valiosa gracia que purifica la relación entre padres e hijos. Estas rebel­días deberían ayudar a los padres a ser conscientes de que el hijo tiene derecho a su propio camino, del cual no se pueden apropiar.
Si como padres quisiéramos apoyarnos de verdad en Dios, trataríamos de transmitir a nuestros hijos aquello que es más importante para ellos. Desearíamos, sobre todo, que creyesen que son amados por Dios, siempre e incondicionalmente, con independencia de que tengan éxitos o fracasos.
Pero, ¿cómo reaccionamos ante los fracasos en la vida de nuestros hijos? Normalmente no los aceptamos, por­que tampoco aceptamos nuestras propias derrotas. Por eso, al hijo que ha tenido un fracaso no le mostramos el amor que necesita y anhela.
De hecho todo hombre desea ser amado por sí mis­mo, sin que se le tenga en cuenta el mal que hay en él ni sus caídas. Todos deseamos este amor único, pleno y verdadero, que Dios nos da. Por eso, cuando el hijo no lo recibe a través de sus padres, se rebela y protes­ta, llegando a veces muy lejos.
Mientras los padres se apoyen en su hijo, le estarán paralizando con sus expectativas. La única salvación está en que busquen apoyo en Dios y emprendan la lucha para que el hijo crea que es amado gratuitamente por su Pa­dre del Cielo. De este modo aprenderá a levantarse rá­pidamente de sus caídas y a entablar un diálogo since­ro con su Creador, escuchándolo atentamente. Entonces buscará la voluntad de Dios y le será obediente.
El apoyo en los hijos mayores y en los nietos
La tendencia a apoyarse ilusoriamente en los hijos no disminuye por sí misma ni siquiera cuando se hacen adultos. En esta etapa, esta tendencia de los padres pue­de expresarse en el deseo de que los hijos ya mayores les involucren en todos sus asuntos y compartan con ellos su vida. Pero el hijo debe hacer partícipe de su vida sólo a Dios, su Creador y único Padre.
Cuando los hijos son ya mayores y los padres se que­dan solos, el deseo de apoyarse en ellos suele extender­se a los nietos. Esto conduce inevitablemente a nuevos conflictos y sufrimientos, pues de hecho son los padres y no los abuelos los que tienen la responsabilidad de educar a los hijos.
Si como abuelos realmente deseáramos que nuestro nieto se enamorara de Dios, que Él fuera su único apo­yo, y la voluntad de Dios su único alimento, no conta­ríamos con que ese niño nos complementara. Lucharía­mos sólo por una cosa, porque él se realizara sobre todo en lo que es más importante: en su relación con Dios Padre.
Lo mejor sería que educáramos a los hijos para amar a Dios que es tanto Padre como Madre y que les enca­mináramos a amar la voluntad del Creador de tal manera que se despertara en ellos el mismo deseo que tuvo el Salvador mientras vivió en la tierra: «Mi alimento es ha­cer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 4,34). La meta no es que el hijo cumpla la voluntad de sus padres de la tierra, sino sólo la voluntad del Padre Celestial.
Si realmente sucediera así, nuestra situación como padres sería ideal: nuestros hijos se convertirían en ins­trumentos en las manos de Dios. Además, nosotros no contaríamos ya con ellos, ni buscaríamos en ellos un fal­so apoyo, y todas nuestras expectativas se dirigirían ha­cia el Creador. Entonces, Él mismo podría ocuparse de nosotros a través de nuestros hijos, de otras personas, o de los acontecimientos.
Cada uno de nosotros tiene a Dios por Padre. Si nos abrimos a esta verdad, el cumplimiento de la voluntad de Dios se convertirá también en nuestro alimento. Así daremos con nuestra vida el mejor testimonio a nues­tros hijos y nietos.
Si los padres, los educadores y todos aquellos a quie­nes se confía el destino de otras personas no creen ni esperan que se hagan realidad los planes de Dios, limi­tan enormemente los designios divinos. Si no son capa­ces de mirar más allá de los acontecimientos y esperar lo que todavía no ha sucedido, de nada servirá el mero sentido práctico de su obrar. Es verdad que cada asun­to tiene también su aspecto práctico, pero esto no sig­nifica nada sin la dimensión sobrenatural.
Dios quiere que aguardemos con esperanza que se hagan realidad los planes que Él tiene para nosotros y para quienes nos rodean. Deberíamos ver a nuestros fa­miliares, incluso a los que consideramos demasiado ale­jados de la fe, tal como Dios en su bondad los ve. Y Él los ve ya como santos; aunque tal vez se conviertan den­tro de un año, de diez o, como el Buen Ladrón, en el momento de la muerte. La mejor manera de ayudarles en su camino de conversión es no contar con ellos, sino apoyarnos en el proyecto que Dios tiene para cada una de esas personas.
Es importante buscar apoyo en una espera llena de esperanza de algo que todavía no ha sucedido, pero que, como creemos profundamente, está en los planes de Dios y cuya realización depende de nuestra cooperación con la gracia. De esta forma las consecuencias de apo­yarnos en Dios pueden ser de provecho también para los demás.Cuando se derrumban los falsos apoyos
¡A¿i! ¿De modo que queréis poseer riquezas, tener posesiones? Apoyarse en eso es apoyarse en un hierro ardiente, queda siempre una pequeña marca. Es necesario no apoyarse en nada, ni siquiera en lo que puede ayudar a la piedad.
La nada, en verdad, consiste en no tener ni deseo ni esperanza de alegría.
¡Que dichoso es uno entonces!
Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia
(Consejos y Recuerdos, Monte Carmelo, Burgos 1957, 33).
¿Es posible que el hombre, ese ser que continuamente fabrica ilusiones que, al parecer, le permiten vivir, no lle­gue a encontrar nunca un apoyo verdadero? La fe nos enseña que sólo Dios lo es. Por eso, mientras el cora­zón del hombre no se apoye exclusivamente en Él, tie­ne que experimentar sufrimientos relacionados con el derrumbamiento de sus ilusiones y con la lucha por evi­tar los apoyos humanos. La meta de nuestra vida es per­mitir a Cristo que se adueñe de nosotros y que se vuel­va todo para nosotros14.

La engañosa luz del amor humano
La vida del hombre es una continua búsqueda del amor. Sin embargo, el falso amor es tan parecido al verdadero que resulta muy fácil equivocarse. Cuando se disipan las ilusiones del falso amor, el hombre queda profundamente herido y lleno de amargura.
La amargura y las ilusiones
Santa Teresita del Niño Jesús, al describir su vida mani­fiesta una extraordinaria agudeza cuando muestra las consecuencias de sumergirse en la luz del falso amor.
«¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que "amargura en las amistades de la tie­rra"! Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces, ¿cómo hubiera po­dido "volar y hallar reposo"? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas...? (...). ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esa luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino"que arde sin consumirse"! ¡Sí, lo sé! Jesús me veía de­masiado débil para exponerme a la tentación. Tal vez me hubiera dejado quemar toda entera por esa luz engañosa, si la hubiera visto brillar ante mis ojos...»15.
A nosotros nos importa tanto la aceptación y com­prensión de los demás que nos parecemos a esas mari­posas que vuelan ciegamente hacia la engañosa luz del falso amor. De esta actitud resultan la mayoría de los sufrimientos de nuestra vida.
Quien se siente atraído como esas mariposas por la luz del amor humano, buscando apoyo en él, y llegando incluso a mendigarlo, recibe sólo lo que el mundo pue­de dar: un sustituto miserable de aquel Amor que el co­razón del hombre espera de verdad. Esta persona, con las alas quemadas y el alma consumida, y en la que ha sido destruido el lugar destinado para Dios, tendrá que alejarse de esa luz, que no la puede llenar de la verda­dera felicidad. El Creador no puede unirse de ninguna manera a un alma en la que reina el hombre.
Las pretensiones en relación con los demás
En nuestra relación con los demás es visible la tenden­cia natural que tenemos a esperar reciprocidad como respuesta al bien que les hacemos.
Buscar apoyo en esta reciprocidad humana es perse­guir un espejismo que no puede ser un medio eficaz para prevenir nuestros problemas e inquietudes. Tarde o tem­prano constataremos que esta pretensión sólo nos pro­porciona un consuelo momentáneo, y que con el tiem­po puede resultar incluso una especie de veneno, pues no es capaz de solucionar la raíz de nuestros problemas.
Cuando ayudamos a alguien o le prestamos un servi­cio, solemos esperar que corresponda a nuestra solicitud, a nuestro cuidado o incluso sacrificio. Esto lo esperamos tanto de nuestro cónyuge, hijos y familiares, como de los amigos o compañeros de trabajo. Así, olvidamos que en realidad es Dios quien ayuda por medio de nosotros a los de­más, y no nosotros mismos. Cada uno de nosotros es sólo un instrumento en las manos del Creador. Por lo tanto es sobre todo a Él a quien debemos nuestra gratitud. Esto no significa que no haya que ser agradecido con quien ha sido bueno con nosotros. La gratitud es importante y ne­cesaria, pero no hemos de olvidar que la debemos sobre todo a Dios y sólo después al hombre.
Nuestras pretensiones con los demás, exceden con frecuencia los límites de los planes de Dios. Suponen contar con algo que sería perjudicial para nosotros, des­tructivo y catastrófico en sus consecuencias. Si contá­ramos sólo con Dios y con su voluntad y no con los de­más, no exigiríamos a nadie que nos ayudara como quisiéramos. De hecho, los demás no pueden ayudarnos si Dios no quiere. Esperar este tipo de ayuda es contar con algo que no existe, es apoyarse en una ilusión.
Sin embargo en nosotros existen continuamente infi­nidad de pretensiones ocultas y resentimientos contra aquellos que no responden a nuestras expectativas. La amargura que nos invade y el sentimiento de soledad son consecuencia de pretensiones insatisfechas, expec­tativas que no encuentran una respuesta. A menudo, esto se convierte para nosotros en un tormento, signo de que no tenemos la actitud del pobre de espíritu. Por eso no sólo son un falso apoyo las personas que cons­tituyen para nosotros una ayuda y una alegría, sino que también nos ocultan a Dios aquellos que nos fallan re­petidamente y con los que, como decimos, «no se pue­de contan>.
A pesar del sufrimiento relacionado con todo esto, ¿no deberíamos reconocer lo valiosas que son estas si­tuaciones a la luz de la fe? ¿No tendríamos que agrade­cer a Dios el no poder contar con la ayuda de alguien que nos la ofrece en contra de Su voluntad?
Si queremos practicar por lo menos un poco la vir­tud de la humildad y, como dice san Juan de la Cruz, te­ner por nada a nosotros mismos y a nuestras cosas16, deberíamos luchar decididamente contra nuestras expec­tativas respecto a los demás y contra esta tendencia a esperar su gratitud o reciprocidad. No deberíamos con­tar con que alguien cercano nos rodeara de cuidados y se preocupara de nosotros cuando lo necesitemos. Sin duda alguna sólo Dios se ocupará de nosotros, porque nos ama. Y lo realizará perfectamente desde su punto de vista, que es el punto de vista del Amor. Nuestro Padre del Cielo que nos ama, siempre nos da lo mejor, aún cuando sea el sufrimiento, o la muerte... De hecho todo lo que sucede en nuestra vida es un encuentro con el Amor, con la Presencia que nos ama.
El veneno de los apoyos ilusorios
Toda benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede convertirse incluso en un vene­no para nosotros.
Cuando san Pedro le dijo a Jesús: «De ningún modo te sucederá eso», sin duda alguna quería mostrarle a su Amigo benevolencia y solicitud, quería ofrecerle un apo­yo psicológico. Pero las palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamien­tos no son los de Dios, sino los de los hombres!», clasi­fican claramente la acción de san Pedro (cf Mt 16,22-23). La benevolencia humana manifestada en contra de la voluntad de Dios puede ser una acción «satánica», y a pesar de que suela aparecer vestida con el hermoso manto de la cordialidad y de la solicitud, puede consti­tuir una fuerza destructiva, un veneno espiritual bajo una apariencia muy peligrosa.
Lo mejor sería tener la certeza de que la otra perso­na, en su relación con nosotros, no hace nada que Dios no quiera, que cuanto hace está dentro de los límites de su voluntad. Sólo cuando lo que recibimos de los demás es la recta realización de la voluntad de Dios no nos hie­re ni destruye nuestra vida interior. Únicamente la volun­tad de Dios tiene siempre una acción curativa, sólo ella es apoyo y salvación para el alma. Aunque a menudo sea difícil de aceptar, por ejemplo, que alguien, cumpliendo la voluntad de Dios, nos niegue su ayuda, no obstante siempre será lo mejor para nosotros. Este designio que el Creador que nos ama infinitamente nos dirige, es una expresión del más puro amor.
Pero el hombre, débil y pecador, desea el veneno de los halagos, se siente atraído por las apariencias y la fic­ción. De aquí, precisamente, proviene la maldad oculta en nuestro deseo de que la gente se preocupe por no­sotros, de modo que satisfaga nuestro egoísmo, incluso aunque no esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Aunque sabemos que es veneno, nuestro egoísmo está ávido de este tipo de alimento. Cuando lo recibimos, el efecto siempre es desafortunadamente el mismo: nos cerramos a la verdad sobre nosotros mismos y volvemos a caer.
¿Cómo actuar en las situaciones en las que Dios nos recuerda que estamos llenos de pretensiones hacia los demás, que tendemos a apoyarnos en las ilusiones, que somos débiles y pecadores? ¿Qué hacer cuando estamos llenos de la codicia de los apoyos humanos que son en realidad un veneno para el alma? Hay un remedio eficaz para esto, tratar de ponernos en la verdad y reconocer ante Dios: «Estoy lleno del orgullo de las pretensiones. Y en lu­gar de contar sólo contigo espero continuamente reciprocidad y amor de los demás. El resentimiento y la amargura que hay en mí son resultado de expectativas insatisfechas». Y con humildad y fe cre­cientes repetir muchas veces: «To doy gracias porque me amas precisamente así como soy y me estrechas contra ti, Señor jesús».
La gracia de la falta de apoyos
Santa Teresita consideraba una gracia el no encontrar apoyo en el prójimo. «¡Cómo le agradezco a Jesús que no me haya hecho encontrar más que amargura en las amistades de la tierra!», escribió17. Por otra parte esto no fue un obstáculo para mostrar su amor a su padre y a sus hermanas. Era capaz de amar a sus familiares, sien­do a la vez libre del apego a ellos.
Cuando entró en el Carmelo para entregarse plena­mente a Jesús, renunció a su padre, a aquel a quien a ella le gustaba llamar «mi rey», que la amaba y compren­día, y que fue no solamente quien la cuidó sino también su amigo más cercano. Desde el punto de vista huma­no, ella lo abandonó, y lo hizo justamente cuando él se iba quedando cada vez más inválido y dependiente del cuidado de quienes lo rodeaban. Además poco después contrajo una enfermedad que lo privó significativamen­te de su autonomía, una enfermedad humillante y que exigía un cuidado especial.
La actitud de Teresita ante la enfermedad de su pa­dre, muestra lo mucho que esta niña tan llena de ternu­ra estaba desapegada del afecto natural hacia la perso­na más cercana. Teresita no se apoyaba ilusoriamente en él, le amaba de forma sobrenatural, a la luz de la fe veía en él a un futuro santo. Sabía que el único apoyo real para él era Cristo mismo, por eso pedía ardientemente la gracia de la santidad para su padre.
Su fidelidad a la voluntad de Dios frente a la persona que más amaba nos lleva a pensar en María. La Madre de Jesús no trató de acompañar humanamente a su Hijo en su sufrimiento, no se convirtió en el Cireneo que le ayu­dó a cargar la cruz hasta el Gólgota. Lo acompañó de la forma más perfecta: respetando la voluntad de Dios, y rea­lizando de este modo el designio del Creador como Ma­dre de Jesús y futura Madre de la humanidad. Desde en­tonces la relación con su Hijo es, para cada cristiano, modelo de todas las relaciones ínterpersonales.Las fuerzas engañosas del «yo» humano
El pecado original hirió la naturaleza humana introdu­ciendo en el alma un deseo, eco de aquella primera ten­tación ante la que sucumbieron nuestros primeros pa­dres: «Seréis como dioses» (cf Gén 3,5). Desde ese momento la aspiración humana a la trascendencia está engañosamente orientada a sobrepasar los límites de las propias posibilidades. En lugar de desear el poder de Dios, nos esforzamos por encontrar apoyo en nuestro propio «yo», apoyo que con el tiempo resulta ser sólo una ilusión.
Durante las purificaciones de la noche oscura, Dios nos libera de este espejismo y al manifestar la fuerza de su poder nos revela a la vez nuestra debilidad. Son las experiencias de cada día: el miedo al futuro visto sin Dios, los límites de nuestra inteligencia y memoria e in­cluso lo efímero de aquello sobre lo que fundamentamos nuestro sistema de seguridad, las que nos convencen de la bienaventurada debilidad del «yo» humano.El tormento del futuro visto sin Dios
Cuando los bienes de este mundo dejan de ser para no­sotros un apoyo, puede llegar un momento en el que ten­gamos la impresión de que hemos perdido completamen­te el control sobre nuestra vida, como les ocurrió a los Apóstoles durante la tormenta en el lago (cf Me 4,35-41). Seguramente ellos también intentaron rezar y al mismo tiempo luchar contra los elementos con sus propias fuer­zas, pero pese a ello ya no pudieron encontrar apoyo ni en sí mismos ni en su barca. Enormemente asustados, dudaron de la posibilidad de salvarse, temieron morir.
Durante el periodo de las purificaciones18, cuando se derrumban nuestros falsos apoyos, también nosotros re­accionamos muchas veces con miedo. La voluntad de oponerse a las experiencias difíciles no siempre se ma­nifiesta claramente, pues solemos darnos cuenta de que son una intervención de Dios en nuestra vida. Sin em­bargo si lo que experimentamos genera en nosotros in­quietud o desánimo, es como si cuestionáramos la obra de la Redención, que se realizó en el camino del sufri­miento y del despojamiento total.
El fundamento de nuestra preocupación excesiva ante lo que nos espera, se encuentra en la desconfianza, cuando ponemos en duda nuestra esperanza en Dios y en el hecho de que Él mismo se ocupa por nuestro maña­na, tal y como lo hizo ayer y lo hace hoy. Pues Él era, es y será siempre nuestro único apoyo real.
Cuando planeamos el futuro desde la razón no ilumi­nada por la fe, ignoramos la actuación del Padre Omni­potente y su respuesta a las situaciones en las que nos encontremos. ¿Acaso nos creemos capaces de construir el futuro?
¡Cuánto insiste Jesús en que mantengamos nuestros pensamientos lo más lejos posible del futuro! (cf Mt 6,34), aún cuando de forma insistente vuelvan a nues­tra imaginación. Durante las purificaciones los pensa­mientos sobre el futuro pueden incluso perseguirnos, sobre todo en el caso particular en el que no vemos para nosotros ninguna esperanza. Entonces nos parecerá que todo está ya decidido de antemano, que estamos con­denados a una muerte lenta. Esto despierta miedo y de­seo de huir, por eso con frecuencia la reacción frente a la pérdida de los apoyos es aislarse en un mundo pro­pio. Lo anterior puede manifestarse de diferentes mane­ras, dependiendo de la etapa de la vida interior y tam­bién del tipo de personalidad e intereses que tengamos. Sin embargo siempre será signo de infidelidad e incluso de rebeldía, signo de que continuamente tratamos de buscar apoyo fuera de Dios.
En el camino hacia la comunión con Jesús, las puri­ficaciones no tienen por qué realizarse como a noso­tros nos parece. Nuestro Señor es completamente li­bre en la elección de las maneras de purificarnos. ¿No será que tal vez nosotros mismos agrandamos nuestros sufrimientos y tormentos por nuestra actitud inadecua­da ante el mundo, ante el presente y el futuro, e inclu­so ante el pasado?
Cuando nos preocupamos excesivamente por el futuro y olvidamos la intervención de Dios en nuestra vida, pi­soteamos el don que nos hace hijos del Padre Celestial, amados y rodeados de su cuidado continuo. Si la inquie­tud sobre el futuro genera en nosotros tristeza, desáni­mo y abatimiento, quiere decir que ponemos en duda el amor paternal de Dios. Por eso la preocupación excesi­va por el futuro origina no sólo un tormento psicológi­co, sino también espiritual, unido a la falta de apoyo en la Providencia Divina.
Cuando el espíritu maligno nos reta a duelo
El abatimiento y la tristeza que aparecen cuando su­cumbimos a la tentación de la preocupación excesiva por el futuro, manifiestan claramente que Dios no está ahí, que esta forma de pensar y esta actitud son «nues­tra obra», en la que con frecuencia participa también el espíritu maligno. Por eso las palabras del Salvador: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23) pueden referirse también a nosotros.
Sucumbimos a Satanás cuando nos preocupamos ex­cesivamente por el futuro como san Pedro, que ante el anuncio de Jesús acerca del sufrimiento y la muerte que le esperaban, reaccionó oponiéndose decididamente: «De ningún modo te sucederá eso» (Mt 16,22). Pedro re­accionó humanamente ante la perspectiva de la pasión y muerte de su Maestro y ante su propio sufrimiento, y quiso remediarlo humanamente.
La tentación de la preocupación excesiva contiene en su raíz la duda de la esperanza en que Dios nos cuida. Pero como advierte san Maximiliano María Kolbe, cuan­do nos asaltan las tentaciones contra la esperanza, la fe y la pureza no podemos luchar contra ellas directamente'9. Las ten­taciones son el guante que Satanás nos arroja para re­tarnos, son su desafío directo. Y quien se pone a luchar contra Satanás, se condena de antemano a una derrota inevitable, pues esforzándose por apoyarse en sí mismo, se cree más fuerte que el espíritu maligno.
¿Qué podemos hacer entonces?
Imagínate que te reta a duelo alguien lleno de orgu­llo y mucho más fuerte que tú. Si sabes que no eres ca­paz de hacerle frente, lo mejor sería no recoger el guan­te. En la Edad Media este comportamiento era para el caballero la peor de las ofensas. También Satanás queda especialmente humillado y vencido por este tipo de me­nosprecio: ignorar la tentación. De otra manera te debili­tará y te destruirá, tentándote con los pensamientos so­bre el futuro y conduciéndote a una tristeza, duda y desánimo cada vez mayores.
Poner en duda
las preocupaciones excesivas
Dios no espera que luchemos contra las preocupaciones excesivas ni contra los pensamientos sobre el futuro. El que mira con sencillez de corazón su presente y no se anticipa al futuro, es feliz sabiendo que este no le per­tenece, sino que se encuentra completamente en manos de Dios. El ejemplo de los santos refuerza nuestra con19 vicción de que la intervención de Dios puede ser tan po­derosa que incluso la muerte en el martirio llega a ser penetrada por la presencia de Aquel con quien el hom­bre se ha unido, por la presencia del más tierno Amor.
En la etapa de las purificaciones, nuestra renuncia activa20 debería centrarse en poner en duda continua­mente la preocupación excesiva por nuestro futuro, o por el de las personas que de alguna forma nos han sido confiadas. Cuando experimentamos tentaciones de rebeldía, miedo o desánimo, debemos reconocer que tenemos poca fe y que somos esclavos de los apoyos humanos, recurriendo confiadamente a la Misericordia Divina. Entonces, Jesús mismo, inclinándose sobre nuestra miseria, entrará en nuestro despojamiento ven­ciendo barreras infranqueables para nosotros.
Podemos defendernos de la preocupación excesiva ha­ciendo frecuentes actos de fe, de esperanza y de confianza, incluso aunque nos parecieran completamente inútiles. Hay que clamar a Dios ignorando cualquier obstáculo, como el ciego de Jericó: «iJesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Me 10,47); como Pedro cuando se hundía en las aguas: «iSeñor; sálvame!» (Mt 14,30); o como los Apóstoles durante la tormenta en el lago: ¡Señor, sálvanos, que perece­mos! (Mt 8,25). Tenemos que orar para que Él mismo nos preserve de pisotear el amor de Dios: «Señor, ves que no sólo te soy infiel, sino que también enveneno a otros con mi tristeza y mi forma humana de pensar, iSeñor, sálvame!».
La falta de fe, la tristeza, el desánimo o las rebel­días no son un obstáculo definitivo en el camino a la santidad. El único obstáculo es no querer recurrir al Sa­crificio Redentor de Cristo.
La purificación de la razón y de la memoria
Es comprensible que en la vida diaria nos guiemos por nuestra razón, nuestro conocimiento, o nuestra experien­cia adquirida; y que esto sea un apoyo para nosotros. Dios lo consiente hasta cierta etapa de la vida interior.
Sin embargo, con el tiempo, puede querer que nos abandonemos más en Él mismo y perdamos las ilusio­nes acerca de todos los demás apoyos. Aceptar que los falsos apoyos se derrumben, implica poner en duda todo lo que hasta ese momento considerábamos fundamen­to indestructible de nuestra vida.
Ahora bien, nuestra razón puede no aceptarlo y la memoria protestar sugiriendo experiencias del pasado, que nos llevan a pensar inequívocamente que la pérdi­da de apoyos conduce a la destrucción. La razón no ilu­minada por la fe y la memoria no purificada pueden convertirse en fuente de duda, resistencia y rebeldía ante las exigencias de Dios. De aquí precisamente se desprende la necesidad de que sean purificadas21.
Es muy importante que en este ámbito de la razón y la memoria queramos realizar renuncias activas, negán­donos continuamente a nosotros mismos para abrirnos cada vez más a lo que el Padre que nos ama quiere con­cedernos. Espera que poniendo en duda nuestros pro­pios juicios y valoraciones, y aceptando que Él descu­bra la falsedad e ilusiones que hay en ellos, nos presentemos ante Él con apertura de corazón y la vo­luntad dispuesta a seguirle. Lo que cuenta sobre todo es nuestra actitud interior: la disposición a poner en duda nuestra forma de pensar. Cuanto más dispuestos estemos a hacerlo, mayor disposición habrá en nosotros para seguir la voz de Dios.
Dios quiere que uniéndonos a Él vivamos cada vez más la vida de fe, encontrando apoyo en su poder y en su amor. No obstante, esto es completamente contrario a nuestros apegos y a todo nuestro sistema de apoyos ilu­sorios que el espíritu de este mundo nos sugiere. Cuanto más enraizados estén estos apoyos en nuestras experien­cias del pasado y en toda nuestra forma de pensar, tanto más profundas serán las purificaciones que nuestra razón y nuestra memoria necesitan. Esto conlleva un cierto tipo de sufrimiento. Pero no hay que tener miedo, porque el Padre misericordioso nos conduce con gran delicadeza a través de las pruebas de la fe. Estas han de liberarnos de apoyarnos en las ilusiones, para que uniéndonos con Dios podamos ver más allá de lo que nos muestran nuestra li­mitada razón y escasa experiencia.
Bendita debilidad
Todos queremos tener la impresión de ser fuertes, com­petentes y de que por nosotros mismos decidimos nues­tro destino. Tenemos miedo a la debilidad física, psíqui­ca y espiritual, porque creemos que nos incapacita para vivir. Sin embargo, el hecho de que Dios nos quite los apo­yos va unido en general a un sentimiento creciente de de­bilidad y ha de conducirnos a apoyarnos solamente en Él.
Para llegar a apoyarnos únicamente en Dios, tenemos que ser defraudados de alguna manera por todos los de­más apoyos y perder las ilusiones relacionadas con ellos. Así que no hay que extrañarse de que, conforme se de­sarrolla la vida interior, disminuya también nuestra resis­tencia a las tensiones y las humillaciones, y de que nos sintamos cada vez más desvalidos ante la vida y los pro­blemas que Dios coloca ante nosotros. Nuestro Salva­dor exige una comunión cada vez más profunda con Él, y esta se hace posible cuando, rodeados de aconteci­mientos y problemas, descubrimos en Él nuestro único apoyo.
La debilidad, que tanto tememos, es en sí misma una bendición y un gran don para nosotros. El debilitamien­to de nuestra resistencia psíquica hace que perdamos el apoyo en nosotros mismos y en consecuencia, en la ilusión de que somos capaces de afrontar cualquier prueba de fe por nuestras propias fuerzas. Gracias a esto, nos vemos obligados de alguna manera a suplicar M¡sericordia, y por lo tanto a buscar nuestro apoyo en Dios. Surge entonces una oportunidad excepcional para que la gracia de Dios penetre en nuestro corazón. Jesús pue­de servirse de nosotros como sus instrumentos, al me­nos en cierta medida. Esto aumenta extraordinariamente la eficacia de nuestras acciones, pues se pone en mo­vimiento una intervención especial de la Providencia.
Dios realizaría milagros si le dejáramos, aunque fuera un poco, entrar en nuestra vida. Desde el punto de vis­ta espiritual, la mejor situación, es cuando nos encon­tramos completamente débiles y desvalidos y suplicamos la Misericordia de Dios, con la certeza de que el Crea­dor nos ama como somos.
El poder que pasa
Si en ciertos aspectos de la vida nos sentimos siempre fuertes, tenemos que reconocer que esto es un estado pasajero. La buena salud física y el buen estado psico­lógico, la maravillosa «situación espiritual», desde nues­tro punto de vista, todo esto no es duradero y paulati­namente tendrá que sernos quitado para que podamos unirnos a Dios. Lo normal debería ser la experiencia de nuestra debilidad y la conciencia de nuestra total depen­dencia del Creador en todos los aspectos de la vida. Esto sucederá cuando nos hayamos empapado completamen­te de las palabras del Señor: «Separados de mí no po­déis hacer nada» (Jn 15,5). Nada significa ni siquiera las cosas más pequeñas.
Aprovechar la debilidad física, psíquica y espiritual para suplicar humildemente la comunión con Cristo, exi­ge una gran fe. Si nuestra debilidad afecta siempre sólo a algunos aspectos de nuestra vida, deberíamos recono­cer humildemente que es la debilidad de nuestra fe la razón por la que no podemos ser puestos en pruebas mayo­res, las cuales serían una llamada a apoyarnos en Dios y no en nosotros mismos.
La purificación de las relaciones humanas
El mundo que nos rodea puede cerrarnos a Dios, cuan­do buscamos apoyos, en las personas o en las cosas. Buscamos ayuda de los demás, nos apegamos a ellos e incluso les adoramos. Todo esto representa el mundo de nuestro extravío. Con frecuencia nos situamos también en este mundo desorientado, provocando a los demás para que busquen apoyo en nosotros, nos valoren e in­cluso nos adoren. De este modo nuestro extravío se hace aún más profundo.
Para salir de esta situación, hemos de mirar el mun­do desde un punto de vista contrario. Entonces este puede abrirnos a Dios y conducirnos a la unión con Él. Esto es lo que sucede cuando descubrimos su Presen­cia en los dones con que Él nos obsequia y en las per­sonas que Él pone en nuestro camino, con las que quiere relacionarnos por medio de diferentes formas de víncu­los sobrenaturales.
Pero... ¿qué persona, por muy maravillosa y espiritual que sea, puede ser por sí misma un verdadero apoyo?Cuando olvidamos al Dador
San Juan de la Cruz advierte que el alma que se apega a una criatura, de ninguna manera podrá unirse al ser in­finito de Dios22. De ninguna manera...
Precisamente por eso Dios tiene que purificar, ya sea aquí en la tierra o después en el purgatorio23, todos los vínculos con las personas que nos lo ocultan. Es nues­tro Señor quien, deseando unirse a nosotros, hace que todos los vínculos de sangre y las amistades sean puri­ficadas24. Esto atañe también al matrimonio, por eso pre­cisamente, llega un tiempo en el que el esposo y la es­posa se sienten solos y completamente incomprendidos por su cónyuge.
La persona que nos ama es siempre sólo un instru­mentó en manos del Padre que nos ama, un don de Dios y una ayuda en el camino a la santidad. Si el alma ob­sequia a la criatura con su apego, entonces el don se vuelve más importante que el Dador, lo oculta, y comien­za a realizar el papel de ídolo. El alma se vuelve enton­ces semejante a un niño mal educado, que ha recibido un regalo maravilloso, pero que no se acuerda en abso­luto de la persona que se lo regaló. Le da la espalda y absorbido completamente por su juguete no le presta ninguna atención, ni siquiera tiene la intención de agra­decérselo. Si este comportamiento es inaceptable en las relaciones humanas, cuánto más herimos y ofendemos a Dios que nos lo ha dado todo y que en la persona de su Hijo divino ha entregado su vida por nosotros.
Cada don ha de recordarnos al Dador, ha de centrar nuestra atención en Dios en lugar de ocultárnoslo; tam­bién el don del afecto humano o de la amistad, el don del amor matrimonial o de la relación afectuosa con los hijos. Al concentrar la atención y la emoción en las per­sonas que son para nosotros un don del amor de Dios, ni apreciamos al Dador ni apreciamos el don: destruimos la amistad y despreciamos al Señor. La persona cercana en vez de ser una ayuda en el camino a la santidad se convierte en una zancadilla. Al adorarla volamos como polillas hacia la llama que nos destruye.
Por el contrario, podemos gozar durante mucho tiem­po sin perjuicio para el alma del apoyo psicológico que nos da una persona cercana, si procuramos recordar a Aquel que nos ofrece ese apoyo y cooperar con su gra­cia. Entonces el mundo no se nos derrumbará aún cuan­do nuestro Señor, habiendo cumplido el plan relaciona­do con la presencia de esa persona en nuestra vida, de un modo u otro nos la quiera quitar. Veremos en esto un nuevo plan del amor de Dios y por lo tanto un nue­vo don.
Jesús, en el período de su vida pública dijo de sí mis­mo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo ni­dos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Le 9,58). Estas palabras pronunciadas por el Salvador cuando los Apóstoles todavía le seguían fiel­mente no tienen por qué significar únicamente la falta de un lugar estable para vivir. Pueden significar también que seguir a Cristo implica renunciar a los apoyos hu­manos que buscamos en la relación con los más cer­canos.
Doble despojamiento
Al tratar a las personas como apoyos en sí mismas, ha­cemos que las relaciones con ellas se vuelvan falsas y llenas de ilusiones. Si Dios nos conduce al desierto y quiere disipar aunque sea sólo parte de estas ilusiones, sufriremos seguramente una profunda frustración.
En el proceso de las purificaciones sin duda experi­mentaremos muchas veces la soledad y el rechazo por parte de los demás; pueden llegar a fallarnos todos, uno por uno. Y cuando comencemos a perder el apoyo en las personas de las que antes habíamos recibido mucho bien y en las que confiábamos, podremos sentirnos en­gañados, perjudicados, traicionados.
En este periodo, Dios puede permitir que al mismo tiempo los demás se desilusionen de nosotros y nos den a entender que hemos frustrado sus esperanzas. Pode­mos pues experimentar un doble despojamiento, tanto en relación con aquellos que eran un apoyo para nosotros como con aquellos que habían encontrado apoyo en nosotros.
Todo esto será probablemente difícil de soportar, so­bre todo cuando veamos que por nuestras propias fuer­zas no somos capaces de cambiar nuestra actitud hacia las personas ni de referir a Dios nuestra relación con ellas. Sin embargo, nuestro Padre Misericordioso no quie­re que estemos tristes o llenos de amargura, sólo desea que reconozcamos con sinceridad la verdad sobre no­sotros y que se la llevemos. De rodillas ante Él podemos repetir con humildad y confianza: Soy ciego a tu amor, «es­clavo vendido al poder del pecado», y tus dones, Señor, no me de­jan verte. No quiero crucificarte más adorando a una persona u ocultándote a Tí conmigo mismo. No quiero olvidarte, Salvador mío. Por eso te pido que te inclines sobre mi miseria, únete a mí y tú mismo en mí y por mP adora a Dios presente en mi vida a través de los demás. 25

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cuatro de cuatro

Tres de cuatro

Uno de cuatro